El simple hecho de proponerse reflexionar sobre la angustia produce ya un estado de alerta e inquietud; es algo así como si la realización de este propósito pudiese reactivar una amenaza latente. La angustia paraliza, hace que el cuerpo se “encoja”, pero, cuando se transforma en ansiedad, impulsa a la acción, a la descarga de tensión, dependiendo de la vía de escape el que los resultados sean beneficiosos o autodestructivos para el individuo.
Aún a riesgo de abandonar la ortodoxia psicoanalítica, resulta atractiva la idea de considerar la angustia como un sentimiento difuso e inconsciente que, al irrumpir en la consciencia, causa el estado de ansiedad; ésta sería, la angustia que emerge a “flor de piel”. Esta conceptualización puede encontrar cierta justificación considerando que en el campo psicoanalítico las definiciones tienen una elevada carga subjetiva, ya que parten de las vivencias y percepciones del individuo que las formula.
Desde la perspectiva del funcionamiento del aparato psíquico, la angustia se produce cuando el organismo se ve invadido por tal acumulación de estímulos que ya no es capaz de elaborar. Detrás de esta concepción, se vislumbra el principio de constancia, según el cual el organismo tiende a reducir, o por lo menos a mantener constante, el nivel de tensión psíquica.
Teóricamente, podría evitarse la emergencia de la angustia protegiendo al organismo de todo tipo de estímulos, o reduciendo su nivel. No obstante, este caso hipotético conllevaría eliminar o dificultar el desarrollo del individuo, ya que tanto los órganos como sus funciones sólo pueden evolucionar si los estímulos les exigen una reacción adaptativa, una reacción que contrarreste la inercia impuesta por el principio de constancia. Desde el punto de vista funcional, cabría reconocer que la angustia no sólo es inevitable, sino también necesaria. Al respecto, podría imaginarse a un recién nacido colocado inmediatamente en una incubadora, con un flujo constante de nutrientes y aislado del mundo exterior y de sus perturbaciones. La ausencia de la frustración primordial, la resultante de no ver satisfechas de forma inmediata sus necesidades, sin duda retardaría y dificultaría el desarrollo psíquico del lactante.
La angustia puede ser paralizante y destructiva, o propulsora del desarrollo del aparato psíquico. Para contenerla y canalizarla, el individuo hace uso de diferentes mecanismos de defensa, condicionados por la etapa evolutiva que atraviesa. Si bien Freud durante muchos años atribuyó la emergencia de la angustia a la tensión sexual no descargada, posteriormente, en su obra Inhibición, Síntoma y Angustia, considera que la líbido insatisfecha lo que genera en realidad es una señal de alarma ante un peligro pulsional que el yo es incapaz de manejar y amenaza con desintegrar su organización. Melanie Klein hace especial hincapié en el aspecto desintegrador de la angustia que se plasma en la denominada posición esquizo-paranoide, caracterizada por el predominio de los componentes agresivos derivados de la pulsión de muerte.
Esta autora concibe la evolución del individuo como una alternancia entre la mencionada posición esquizo-paranoide y la depresiva, que será la predominante en un yo evolucionado y maduro. Esta concepción implica la existencia de un permanente conflicto intrapsíquico, primero, entre las pulsiones de vida y de muerte y, posteriormente, entre el ello y el superyó, cuyas consecuencias recaen sobre el yo. Esta instancia es, pues, la sede de la angustia, la encargada de manejarla para evitar que sea perniciosa y utilizarla como señal de alerta para prevenir de las amenazas del mundo interno o externo. La angustia es una respuesta a un peligro, pero la forma de dicha respuesta obedece, según Freud, a un modelo inscrito en el inconsciente desde el primer momento de la vida extrauterina: el trauma del nacimiento.
La angustia del recién nacido encuentra una vía de descarga directa en el llanto y el pataleo; las respuestas de su organismo se rigen todavía por el proceso primario que no tolera la acumulación de tensión. En el transcurso de su desarrollo, el lactante aprenderá a soportar más altos niveles de tensión psíquica; las exigencias culturales harán que la angustia tenga que ser canalizada haciendo uso de mecanismos más complejos propios ya del proceso secundario: los mecanismos de defensa.
Los motivos o las situaciones desencadenantes de la angustia dependen de la etapa evolutiva que atraviesa el individuo. Para el recién nacido, una dilación en satisfacer sus necesidades vitales es ya causa de que emerja la angustia. Cuando el niño asocia a la madre el suministro de alimento y cuidado, será la ausencia de ésta o de sus señales de cariño lo que provoque su ansiedad. En una etapa posterior, coincidiendo con el establecimiento del triángulo edípico, la amenaza de castración será la principal fuente de angustia. Finalmente, la identificación con las figuras parentales y la introyección de sus normas, fundamentos del incipiente superyó, centrarán la angustia en el conflicto intrapsíquico entre el ello y el superyó.
Como se mencionó anteriormente, la angustia no sólo es inevitable, sino que además constituye el motor del desarrollo humano. Podría aventurarse la hipótesis de que si fuera posible que el recién nacido no experimentase ninguna frustración en la satisfacción de sus necesidades, es decir, si fuera un ser “feliz” que no echase de menos la armonía y placidez de su vida intrauterina, es previsible que no dirigiría ninguna demanda a su entorno inmediato, que no necesitaría comunicarse con él y, por tanto, no desarrollaría el lenguaje. Podría afirmarse que el mito de la “expulsión del Paraíso” define el momento del nacimiento de la especie humana, que abandona un estado de armonía y felicidad permanentes para asumir la angustia de la lucha por la supervivencia (“con el sudor de tu frente”). Desde esta perspectiva, al hombre actual, consciente de su esencia, no le tendría que resultar difícil interpretar la mencionada expulsión más como una bendición que como una maldición. Podría aceptar la angustia como algo inevitable, dejar de intentar ignorarla y “arrinconarla” en el inconsciente, lo que facultaría proyectar la ansiedad hacia el exterior en alguna actividad transformadora de la realidad externa. Se puede afirmar que una angustia asumida es menos angustia.
De las reflexiones precedentes se desprende que no es la angustia en si la causante del malestar psíquico, sino, más bien, su manejo que es tarea exclusiva del yo. Esta instancia se encuentra en el centro del triángulo de fuerzas constituido por los condicionantes del mundo exterior, las pretensiones pulsionales del ello y las exigencias del superyó. Resulta obvio que el equilibrio de las tensiones que operan en estos tres vértices es difícil de conseguir y de mantener, dependiendo éste de la fortaleza del yo. La estabilidad de dicha instancia sería reconocible por una correcta percepción de la realidad, por la flexibilidad ante el ello para permitirle un máximo de descarga pulsional, ya sea directa o sublimada, y por la actitud crítica frente a las normas impuestas por el superyó, relativizando y hasta desactivando aquéllas que puedan ser anacrónicas o no sean de utilidad para el individuo o la sociedad.
Un yo con estas características ideales y, posiblemente, utópicas podría ser capaz de acercar y hacer interdependientes a la naturaleza y a la cultura, que parece que cada vez se alejan más. Las pretensiones elloicas emanan directamente de la naturaleza, las superyoicas, por el contrario, de la cultura. Al permitir que las primeras reciban la máxima satisfacción posible e impedir que las segundas se erijan como fuerzas subyugantes, la instancia yoica estaría cumpliendo su función mediadora en beneficio del individuo y de la especie.
Bajo las circunstancias descritas, se conseguiría un alto grado de armonía intrapsíquica, lo que proporcionaría al individuo la capacidad de aprovechar de forma óptima su energía en el mundo real, transformando su entorno. Esta situación se manifestaría en los comportamientos del sujeto, que serían, como generalmente se califican, sensatos y ajustados al sentido común.
Sin embargo, el yo es una instancia que se va formando en el transcurso del desarrollo. Si bien algunos autores como Melanie Klein consideran que ya existe un yo rudimentario en el momento del nacimiento, ella misma describe detalladamente como la estructuración de esta instancia se lleva a cabo por medio de procesos de proyección e introyección que permiten al niño la construcción de sus objetos internos y el establecimiento de relaciones objetales. Será a través de estos objetos y relaciones por los que el niño podrá adquirir confianza en el mundo exterior y, de esta forma, irse desprendiendo de su omnipotencia y reforzando su autoestima. Pero especialmente la autoestima parece ser fundamental como elemento para contener la angustia, ya que el que se siente digno de ser amado teme menos perder el amor de los objetos, que es una fuente de angustia generada por el superyó.
Cuando el yo no ha conseguido afianzarse, será más vulnerable a los ataques del ello y del superyó, el conflicto intrapsíquico será más virulento y el individuo empleará gran parte de su energía en la represión de contenidos intolerables, en la producción de síntomas, o en la instauración y seguimiento de rituales que le transmitan la ilusión de controlar la situación.
La necesidad de ejercer control sobre el entorno refleja no sólo la debilidad yoica, sino también, como consecuencia de ella, el nivel de angustia del individuo. Ello se hace patente cuando el individuo tiene que tomar alguna decisión, lo que se convierte en un proceso penoso. Tomar una decisión significa adentrarse en un terreno nuevo sobre el que todavía no se ejerce control alguno. En el peor de los casos, la persona en esta situación puede quedar paralizada y ser incapaz de decidirse; en casos menos graves, el individuo irá posponiendo la decisión, pero racionalizará su comportamiento bajo el manto de la meticulosidad afirmando que es necesario recopilar más información antes de dar el paso decisivo. El exagerado temor al fracaso, que se intuye detrás de esta indecisión, parece resultar de la combinación de un superyó rígido y predominantemente castigador y de una baja autoestima incapaz de soportar frustraciones. Esto último, se manifiesta en la escasa tolerancia a la crítica que es inherente a estas personalidades.
Considerando lo anterior, no es de extrañar que el trabajo impuesto, rutinario y con escaso margen decisorio impide que la angustia alcance niveles intolerables. El individuo se somete a la tutela del superyó y sublima la energía pulsional dirigiéndola hacia la consecución de objetivos prefijados. No obstante, en las fases de ocio la angustia emergerá de nuevo con ímpetu, y el individuo buscará llevar a cabo actividades más o menos reglamentadas, es decir, se instalará de nuevo en una rutina que le calme su ansiedad.
La rutina se asemeja bastante al ritual, esa fórmula mágica que el hombre primitivo usaba para protegerse de los espíritus. El hombre contemporáneo necesita también su ritual – la rutina – para ahuyentar su angustia. Se puede observar que la ritualización es una constante de la vida social. Las fórmulas que se utilizan en la comunicación dentro de un contexto determinado constan de preguntas y respuestas conocidas de antemano por los participantes, más que para transmitir información, sirven para establecer un clima de familiaridad y confianza, es decir, para contrarrestar la angustia que produce el encuentro con el semejante. Angustia que ya experimenta el niño pequeño cuando se ve ante otro niño.
Es de dominio general, que la privación de una rutina (situaciones de paro, jubilación) genera angustia, que se recomienda combatir estructurando el acontecer diario del individuo en ese estado de privación, es decir, estableciendo una rutina sustitutiva.
No obstante, en algunos casos se puede observar que la rutina, paradójicamente, también puede incrementar la angustia en lugar de mitigarla. Parece ser que lo que en estos casos genera angustia no es la repetición diaria de las mismas actividades, sino que estas han perdido su sentido para el que las realiza, es decir, la persona no sabe ya para que hace algo. Que la actividad esté orientada a conseguir un objetivo significa que el superyó ha establecido una recompensa – el objetivo -, cuya consecución incrementará la autoestima. Bajo esta expectativa, el yo está dispuesto a someterse al yugo del superyó, que está equilibrado en sus dos vertientes, la gratificante y la amenazante. Cuando este equilibrio se rompe por la pérdida de objetivo (p.e. pérdida de fe en una creencia), o porque éste se ha devaluado (el individuo no considera ya el objetivo digno del esfuerzo para conseguirlo), la tensión pulsional se hará más acuciante, ya que la vía sublimatoria se ha cerrado, y exigirá una descarga inmediata “convencional”. El consumo de alcohol y drogas así como el desenfreno sexual que suelen seguir a las frustraciones sentimentales o profesionales pueden interpretarse como manifestaciones del mecanismo descrito. La recuperación de la rutina como dique de contención de la angustia será sólo posible una vez que el individuo consiga orientar su energía pulsional hacia una nueva y prometedora meta.
La necesidad obsesiva de control de los acontecimientos presentes y futuros se apoya en dos elementos de la estructura de personalidad: la escasa confianza en la propia capacidad por la baja autoestima y en la percepción de constante amenaza del mundo exterior como consecuencia de que en las primeras fases de la vida no se han introyectado y afianzado objetos “buenos” que transmitan seguridad. Esta carencia intenta ser suplida por un constante esfuerzo para prevenir posibles peligros. Sin embargo, aunque en algún momento se consiga una efímera sensación de seguridad, la incesante actividad del pensamiento imaginará nuevas amenazas que exigirán nuevas acciones del individuo para perfeccionar sus mecanismos de control. Se crea, pues, un círculo vicioso en el que se invierten causa y efecto: ya no es que exista un motivo para establecer controles, sino que el individuo no puede vivir sin esta actividad busca y siempre encuentra un motivo para ello.
Si bien este proceso dinámico, mantenido a un bajo nivel, puede ser útil en ciertos campos de la actividad social, no redunda en el bienestar del individuo. Sin embargo, cuando el yo se ve desbordado por él, la angustia subyacente será paralizante. No obstante no puede descartarse que la acumulación de ansiedad se proyecte hacia el exterior en acciones más o menos adecuadas. Esta salida de la tensión pulsional es tanto más probable cuanto mayor sea el potencial agresivo del ello. En tal caso, se rompería el circulo vicioso de angustia-control-angustia, aunque a costa de una cierta desorganización yoica, pero, al mismo tiempo, con la posibilidad de reposicionamiento del yo ante el ello y el superyó. Si, entonces, el individuo consigue, aunque sólo sea parcialmente, ser consciente de estos mecanismos, podría manejar mejor su angustia.
La hipótesis precedente parece verse confirmada por las reacciones de ciertas personas precavidas y reacias a asumir riesgos, pero que en un determinado momento sorprenden por ciertas decisiones temerarias de las que nunca se les hubiera creído capaces. Personas que durante muchos años centran su vida en acumular seguridad, que de forma imprevista y repentina destruyen, quizá porque vagamente intuyen que la seguridad les empieza a ahogar. En este contexto, podría situarse la denominada “crisis de la mitad de la vida”.
Detrás de éste y de fenómenos análogos subyace una estructura de personalidad caracterizada por un superyó rígido, un ello relativamente fuerte y un yo demasiado débil para manejar adecuadamente el conflicto entre los dos primeros. Un superyó rígido sería responsable de que el individuo acepte sin una evaluación crítica las normas culturales, en parte, por el temor al rechazo de su entorno en caso de no cumplirlas y, por otra, por la expectativa de recompensa implícita en el mensaje transmitido por los representantes de la autoridad. Cuando los alicientes que ofrece el superyó por la renuncia pulsional pierden atractivo para el individuo, el ello encontrará un resquicio por el que pueda hacer valer sus pretensiones de satisfacción. Esta situación es tanto más desestabilizadora cuanto más débil sea el yo. Pero éste carecerá de firmeza si se ha forjado bajo la tutela de un superyó poderoso e intransigente. Estaríamos, pues, inmersos en un círculo vicioso: sólo un yo fuerte puede frenar a un superyó exigente, pero, al mismo tiempo, este último representa un obstáculo en la formación del primero.
El yo, según Freud, se nutre de la energía del ello y se modela en el contacto con el mundo exterior. Esta concepción sugiere que el ello alberga una capacidad potencial que en función del ambiente puede llegar a desarrollarse o no, pero que el entorno, por favorable que sea, no puede superar las limitaciones de la herencia. Algo que, por otra parte, parece ser de dominio común por la observación de individuos que, a pesar de las circunstancias adversas en las que tuvieron que desenvolverse, ofrecen una estabilidad yoica sorprendente. El manejo que hacen de la angustia sería un adecuado baremo de la fortaleza de su yo. Para comprender la formación de éste, habría que retrotraerse a la historia familiar, que desvelará como se establecieron las primeras relaciones objetales, las cuales serán el patrón de los futuros comportamientos.
Supongamos una familia en la que el padre tiene frecuentes y rápidos cambios del estado de ánimo, que oscilan entre una emotividad seductora y una irascibilidad atemorizante. Cambios de humor no sólo bruscos, sino también desproporcionados en cuanto al motivo desencadenante e incomprensibles para el observador. Un padre que en algunos momentos da cariño y atención sin límites y en otros infunde temor. Una madre protectora, pero sin apenas perfil propio y totalmente dependiente de su marido. Un padre frecuentemente ausente, pero cuyas presencias y ausencias son imprevisibles. Un padre que, cuando está, llena completamente el espacio. Una madre que siempre está, pero no transmite autoridad ni orientación. Una familia caracterizada por un desorden económico que transmite una sensación constante de precariedad e inseguridad, que, a menudo, se intenta mitigar con manifestaciones destinadas a infundir esperanza, pero que, en realidad, siempre acaban desvelándose como ilusiones carentes de fundamento.
Este cuadro familiar enfrenta al niño a una extrema situación de ambivalencia en su percepción de la figura paterna que, por otra parte, es la dominante; sus sentimientos oscilan entre la fascinación y el temor. La imagen del padre está escindida, lo que dificulta la introyección del objeto total, necesaria para que el proceso de identificación se lleve a cabo. Como consecuencia de ello, el vínculo del hijo con la familia no será claro e incondicional, quedará siempre un resto de desconfianza que le impedirá abandonarse y sentirse cómodo e integrado. En este caso, podría decirse que el entorno no ha sido capaz de mitigar la angustia real primaria, común a todo recién nacido. Por otra parte, la fascinación y el temor que marcan su relación con el padre pueden generar un superyó relativamente equilibrado, pues la escisión de la figura paterna no es óbice para la introyección de ambos aspectos, si bien al principio predominará el aspecto castigador. Sin embargo, parece ser que este último aspecto es relativamente compensado por la autoestima generada y reforzada por las manifestaciones de cariño y valoración personal del padre hacia el hijo en los momentos de buen humor y dedicación. No obstante, dicha valoración resulta poco ajustada a la realidad y obedece más a deseos inconscientes del padre de verse él realizado en el hijo, fomentando el sentimiento de omnipotencia infantil.
La ambivalencia hacia el padre y la percepción de disarmonía familiar – posición de poder del padre y de sumisión de la madre – serán un obstáculo en el proceso de maduración del yo, predisponiendo a una regresión a un punto de fijación como refugio ante la angustia.
Esta constelación puede producir estructuras yoicas diferentes dependiendo de la energía vital del individuo, que reside en el ello. Si dicha energía es escasa, el incipiente yo tenderá a perpetuar la dependencia infantil, lo que reducirá el nivel de angustia, pero, al mismo tiempo, cercenará el potencial de desarrollo yoico; en caso contrario, es decir, si el ello dispone de la adecuada energía pulsional, se desarrollará un deseo de distanciamiento de la familia, que se percibe como causa de la angustia, forzando al individuo a acercarse a la realidad, sobre todo porque la escasa confianza que le han transmitido sus primeras relaciones objetales generará la necesidad de controlar su entorno como medio para mitigar su angustia.
El mencionado acercamiento a la realidad en fases tempranas se ve favorecido por la volatibilidad del vínculo familiar que, como se mencionó, nunca llega a ser total e incondicional y fomenta la temprana independencia interior. Por otra parte, la necesidad de control, como medio de contención de la angustia, se manifiesta también en la necesidad de saber para construirse una imagen del mundo que le permita comprender lo que sucede a su alrededor. La comprensión sería, pues, un medio para desmitificar, prevenir y, por tanto, también controlar. Pero, al mismo tiempo, que de esta forma se puede rebajar la angustia real de la incertidumbre, la comprensión permite desmontar, por lo menos parcialmente, las exigencias y aseveraciones absolutas del superyó.
Si bien la comprensión de los fenómenos que rodean al individuo es eficaz en la contención de la angustia, no debe olvidarse que es sólo un medio que, en el mejor de los casos, mitiga o elimina síntomas. Sin embargo, la causa de los mismos, la estructura yoica, sigue invariable y con capacidad para seguir produciéndolos. Sólo cuando la comprensión se extiende también a los procesos intrapsíquicos, es decir, cuando éstos se hacen conscientes, existe la posibilidad de alguna modificación de la estructura del yo. Esta es la tarea en la que se empeña el psicoanálisis.
Dicha modificación podría significar que el individuo aprende a vivir con su angustia y a utilizarla como fuerza motora. El yo potencia su vínculo con la realidad, permite la descarga pulsional, directa y sublimada, dentro de las posibilidades reales, haciendo caso omiso de las prohibiciones superyoicas cuando las mismas carecen o han dejado de tener sentido. No obstante, estas recomendaciones, aparentemente sencillas, albergan grandes dificultades en su realización concreta y exigen un penoso esfuerzo decisorio no exento de angustia. Y es que el superyó no cede tan fácilmente su poder sobre el individuo. Resumiendo podría afirmarse que la cura psicoanalítica de la angustia se apoya fundamentalmente en el afianzamiento del yo para, así, reducir el poder del superyó.
Es obvio que las observaciones que preceden están hechas desde la perspectiva de una estructura de personalidad neurótica. La contención de la angustia y la utilización de su energía pasan por la comprensión, es decir, por hacer conscientes impulsos y sentimientos inconscientes (psicoanálisis y autoanálisis). Es, entonces, cuando el yo puede utilizar en su provecho la energía de la angustia. La personalidad neurótica la utilizará para controlar y prevenir, es decir, el individuo pasa de una posición pasiva y sufriente a una activa y emprendedora. No obstante, esta posición no permite el abandono, quizá la condición necesaria para el placer intenso, pero el fortalecimiento del yo, inherente al proceso descrito, hará posible una relajación de la actitud vigilante y, por tanto, el acceso al “placer controlado”. Esto puede ser insuficiente cuando las aspiraciones del individuo van más allá de lo posible, es decir, una modificación de comportamientos y actitudes, pero no un cambio radical de los mismos.
BIBLIOGRAFIA
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Freud, Sigmund Hysterie und Angst
S.Fischer Verlag, Frankfurt am Main, 1971
Klein, Melanie Das Seelenleben des Kleinkindes und
andere Beiträge zur Psychoanalyse
Klett-Cotta, Stuttgart, 1962
jueves, 8 de octubre de 2009
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