Hablar de mecanismos de defensa implica que alguien necesita protegerse de algo que le amenaza. En la vida psíquica, es el yo quien tiene que hacer frente a la angustia, a una sensación displacentera. Pero quizá habría que considerar que entre el yo y la angustia existe una reciprocidad: si bien es el rudimentario yo el que percibe una angustia difusa, será esta sensación la que le impulse a su progresiva diferenciación del ello y le permita ir descubriendo la amplitud de esta amenaza, forzándole a establecer estrategias para neutralizarla. Para conseguirlo, el yo se servirá de los mecanismos de defensa. La etapa evolutiva en la que se encuentre el individuo condicionará la prevalencia de algunos de estos mecanismos, no pudiendo excluirse su emergencia anacrónica en cualquier fase vital con los consiguientes efectos patológicos.
En un principio, Freud consideró que la tensión libidinal que no encuentra una descarga adecuada se transformaría en angustia, se trataría, por tanto, de un proceso físico sin componente psíquico. La angustia adquiriría un estatus independiente e inherente a todo ser humano en su obra Inhibición, Síntoma y Angustia. Sin aceptar plenamente la teoría del trauma del nacimiento de Rank, Freud admite que ya el recién nacido muestra una clara disposición a la angustia. No obstante, ésta no sería más intensa en el momento del nacimiento que en etapas posteriores, sino al contrario, se incrementaría paralelamente a la evolución psíquica, es decir, durante el proceso de diferenciación entre el yo y el ello. Al abandonar el niño su “refugio” intrauterino, su organismo recibirá el impacto de estímulos externos (frío, calor) e internos (hambre) que pondrían de manifiesto su incapacidad para reducir el grado de tensión y, por tanto, el displacer que le ocasionan. La asistencia de la madre mitigará el trauma que pudiera significar la entrada del recién nacido en el mundo, ya que se establecerá una cierta continuidad entre la cobertura de sus necesidades vitales en el útero materno y en el exterior. Sin embargo, esta cobertura no será ya automática, como en el útero, para que la misma tenga lugar, tendrá que intermediar la demanda. Y es precisamente esta demanda la que reflejará el desvalimiento del niño y su dependencia de la madre. Si es la presencia de la madre la que garantiza la satisfacción de sus necesidades vitales, no será ya preciso que dichas necesidades sean acuciantes para que la simple ausencia materna desencadene la señal de angustia. Se habría producido aquí un desplazamiento de la necesidad real - que todavía no es efectiva – al objeto que puede satisfacerla, algo se está anticipando, es decir, organizando, lo cual no puede ser más que obra del yo.
El yo percibe su dependencia de la madre para satisfacer sus necesidades vitales; la posibilidad de perder este objeto será motivo suficiente para hacer emerger la angustia. Una angustia real anclada en el mundo exterior. En el transcurso de su evolución, el yo adoptará una posición más activa y evitará actitudes que puedan conducir a dicha pérdida de objeto, para, finalmente, introyectar y asumir como propios los deseos parentales permitiendo la instalación de una nueva instancia psíquica, el superyó, que será igualmente una fuente de angustia, pero esta vez proveniente del interior. Pero a medida que el yo se va diferenciando del ello, pasando del proceso primario al secundario, atisbará en la fuerza irreductible de la pulsión un peligro que amenaza con desbaratar su organización. Parece lícito suponer que el yo debería percibir esta angustia pulsional como la más virulenta debido, por una parte, a su constante presión y, por otra, a la imposibilidad de llegar a algún tipo de “acuerdo” con la pulsión para que respete la organización yoica.
Si se admiten las afirmaciones de Freud de que ya el recién nacido muestra una clara disposición a la angustia y que ésta sólo puede ser percibida por el yo, no quedaría más remedio que aceptar una de las siguientes hipótesis: el yo surge por “generación espontánea” en el instante del nacimiento o el mismo ya existía antes de forma rudimentaria en la fase intrauterina. Si, por otra parte, la percepción de la angustia por el yo es la percepción de un cambio del entorno vital, dicha modificación sólo sería registrada por el yo si el mismo tuviera una referencia comparativa con un estado anterior. Esto presupone que el yo tendría que existir como instancia – por muy rudimentaria que fuera – antes del acto del nacimiento que es el primer desencadenante de la angustia. El mismo Freud intuye que entre la vida intrauterina y la del lactante hay más continuidad de la que la cesura del nacimiento permite suponer.
El recién nacido carece de la percepción de ser una unidad corporal; es un conjunto de piel y orificios que le proporcionan sensaciones. Será alrededor del octavo mes de su vida cuando, según Lacán, se identificará con una imagen que está fuera de él, y que puede ser su propia imagen en el espejo o simplemente la imagen de otro niño. Adquirirá, de esta forma, la conciencia de ser un cuerpo completo delimitado de su entorno. Lacán afirmará que este acto, que él denominó el estadio del espejo, significa para el niño el ingreso en el mundo humano del espacio y del movimiento, pero también su primera relación con un objeto completo. Pero siendo éste su propia imagen, se trataría de una relación narcisista. Casi simultáneamente, las palabras de la madre realzando las cualidades del hijo y su posición en relación con los demás miembros de la familia permitirán que se inicie el proceso de su identificación simbólica y su ingreso en el ámbito del lenguaje. Mientras que la identificación imaginaria puede asociarse al yo ideal y al sentimiento de omnipotencia infantil, la simbólica, es decir, como interpreta la madre esa imagen que el niño ha descubierto, pondrá los cimientos para la construcción del ideal del yo. La identificación simbólica transmitirá al niño como le ven los demás y lo que esperan de él. Estas identificaciones fortalecerán al yo y contribuirán a rebajar el nivel de angustia al establecer delimitaciones y relaciones entre el individuo y el mundo exterior.
Melanie Klein sitúa los procesos de identificación en los primeros meses de la vida. El niño guiado por impulsos sádico-anales introyecta el pecho de la madre en un intento de poseerlo y destruirlo. A este objeto parcial atribuirá todas sus sensaciones. Al no poder soportar la ambivalencia, tendrá que escindirlo en un pecho “bueno” y un pecho “malo” en los que poder ubicar sus vivencias positivas o frustrantes. Parece ser que este mecanismo de escisión del objeto parcial es decisivo para mantener la angustia a un nivel soportable al permitir separar el amor del odio. Los objetos parciales internalizados serán integrados en el yo, que ahora podrá expulsar hacia un objeto externo partes de si mismo en un proceso de identificación proyectiva; lo que haga el representante externo será vivenciado como actos del yo. Pero, al mismo tiempo, el niño se identificará con los objetos externos introyectándolos; en este caso, el yo percibirá sus actos como realizados por el objeto externo. La repetición de estos procesos de identificación proyectiva e introyectiva parece cumplir una función depuradora, pues cuando el individuo introyecta una realidad externa más tranquilizadora, mejora su mundo interno, lo cual a su vez por proyección modifica positivamente la imagen del mundo externo. Será posible, de esta forma, la creación de objetos internos totales, lo que pasará por la integración de objetos buenos y malos y, por consiguiente, por la aceptación de la ambivalencia.
El carácter ambivalente de la identificación es algo que ya Freud expresó con toda claridad en su obra Psicología de las Masas y Análisis del Yo y se reflejaría en la actitud hacia el objeto, que unas veces es de ternura y otras se plasma en el deseo de eliminarlo. La identificación estaría marcada por la fase oral de la organización libidinal, en la que el objeto estimado y deseado es incorporado por la boca y como tal destruido. Parece ser, dice, el caníbal se habría quedado en esta fase evolutiva. Pero seguramente no hace falta retroceder tanto en el tiempo histórico para encontrar una confirmación a esta hipótesis: el lenguaje cotidiano con expresiones como “está para comérsela” nos ofrece un testimonio bastante elocuente de que, por lo menos en este aspecto, el individuo contemporáneo no se ha distanciado excesivamente de sus antepasados. Al respecto, resulta sorprendente que la mencionada expresión sea - si no exclusiva, por lo menos preferentemente – utilizada por el sexo masculino. Más que a diferencias culturales entre hombre y mujer, habría que achacar esta peculiaridad a que la sexualidad masculina es más proclive al sadismo y la femenina más al masoquismo.
En la fase preedípica, probablemente por afinidad psicológica, el niño aspira a ser como su padre, establece un vínculo afectivo y se identifica con él en su totalidad. Simultáneamente, elige a la madre como objeto libidinal. Ambos vínculos, el identificatorio y el libidinal, coexistirán durante algún tiempo sin que se produzcan perturbaciones mutuas. No obstante, en el transcurso de la integración de los contenidos psíquicos propia de la evolución, ambas tendencias chocarán dando lugar al conflicto edípico. Los sentimientos del niño hacia el padre serán ambivalentes: por una parte, el cariño de la primera identificación y, por otra, la hostilidad resultante de su rivalidad con él por la madre. Ante esta situación, cabe la posibilidad de que el niño haga una reelección de objeto sustituyendo a la madre por el padre, del que esperaría satisfacción de su pulsión sexual: en lugar de querer ser como el padre, desearía poseerle. Si su ello es suficientemente fuerte, el niño sólo renunciará a la madre ante el peligro de castración, percibiendo al padre como una amenaza ante la que se sentirá impotente. No tendrá más remedio que aceptar su ley, pero se defenderá de la angustia introyectando rasgos y, sobre todo, actitudes de la persona por la que se siente amenazado. Pero estos rasgos y actitudes internalizados formarán una nueva instancia psíquica desgajada del yo, el superyó, que integrará también los deseos agresivos hacia la autoridad externa. No sólo se habrá producido una identificación con el agresor potencial – el padre -, sino que la agresividad hacia el yo se ejercerá desde el interior del individuo; el superyó asumirá el papel de agresor y su agresión se expresará en el sentimiento de culpa.
Cuando la identificación con el agresor está creando el superyó, está contribuyendo al dominio y regulación de la vida pulsional. No obstante, este mecanismo de defensa sirve también para enfrentarse a objetos del mundo exterior causantes de angustia. Anna Freud ( El Yo y los Mecanismos de Defensa ) verá reflejada esta función en los comportamientos y juegos infantiles. Según ella, el niño introyecta atributos y actitudes de la persona que le infunde miedo, pasa, por medio del juego, de una actitud pasiva a otra activa, transformando la angustia en una sensación de seguridad placentera. Esta combinación de introyección de rasgos del agresor y proyección de la agresividad hacia el exterior puede tener lugar también de forma preventiva, cuando el niño espera que sus actos o sus fantasías vayan a ser objeto de crítica por la autoridad exterior. En este caso, estaríamos ante un precursor del superyó: habría una percepción de la transgresión, pero en lugar de la culpa – que significa una agresión interna del superyó al yo – la agresividad se desplazaría hacia el objeto externo. Anna Freud supone que algunas personalidades podrían haberse quedado en esta fase evolutiva, lo que les haría reaccionar agresivamente ante la percepción de culpa. No obstante, esta idea ya había sido desarrollada por Freud ( Narcisismo, Duelo y Melancolía ) cuando describe el proceso de diferenciación entre el yo y el ideal del yo y afirma que el mismo es muy variable de un individuo a otro y que esta diferenciación frecuentemente en el adulto no alcanza niveles más altos que en el niño.
Para Anna Freud existe una cierta analogía entre los mecanismos de proyección y represión. Mientras que otros mecanismos de defensa como el desplazamiento, la transformación en su contrario o la vuelta contra si mismo inciden en el mismo proceso pulsional, la proyección y la represión impiden su percepción. En el caso de la represión, la representación intolerable es devuelta al ello, la proyección, por el contrario, la expulsa hacia el exterior. Parece ser que el niño ya en los primeros meses de su vida, antes de que entre en juego la represión, proyecta hacia el exterior actos y deseos que pueden ser peligrosos, desprendiéndose de ellos y achacándoselos a otra persona para que el posible castigo recaiga sobre ella.
En este uso de la proyección en combinación con la identificación podría encontrarse el fundamento del altruismo. Cuando un superyó excesivamente rígido ha forzado al yo a una renuncia pulsional sin que se produzca una represión, éste encontrará en el mundo exterior personas en las que “colocar” los deseos pulsionales a los que renunció. Se habrá producido una proyección de los deseos causa de la renuncia a otras personas y al mismo tiempo una identificación con ellas. Anna Freud denominará este proceso “cesión altruista”. El superyó altruista, que no tolera la satisfacción pulsional del propio yo, será sorprendentemente tolerante con la satisfacción del de las personas que han sido depositarias de los deseos prohibidos. No obstante, habría que considerar que detrás del altruismo se esconde una buena porción de egoísmo. El altruista se estaría beneficiando de la vida de otras personas; si bien es cierto que renuncia a la intensidad de una satisfacción pulsional directa, no lo es menos que está rehuyendo del conflicto psíquico inherente a toda acción vital. La inclinación hacia el altruismo permite suponer la existencia de un ello débil. Una mezcla de altruismo y egoísmo parece bastante evidente en la frecuente actitud de los padres que desearían ver realizados en sus hijos objetivos que ellos no lograron. Cuando, en este empeño, apenas se tienen en cuenta las posibilidades y preferencias de los hijos, podría afirmarse sin lugar a dudas que el egoísmo está imponiéndose.
La identificación puede tener lugar con el yo de la persona, como sucede en el niño con la madre y con el padre en los primeros meses de su vida, o con rasgos de estas personas, como se evidencia en la identificación superyoica con los designios parentales y en la identificación yoica del niño con actitudes de la persona a la que teme – identificación con el agresor -. El síntoma neurótico, como rasgo de personalidad, puede ser también indicio de una identificación. Al respecto, describe Freud el caso de la niña que rivaliza con la madre por el padre y, al tener que renunciar a su pretensión, adquiere la misma tos que la madre. O el caso de Dora que, al no poder satisfacer sus deseos libidinosos hacia el padre, se identificaría con su forma de toser imitándole; en este caso, la elección de objeto habría cedido a la identificación, si bien sólo parcial.
No obstante, una identificación a través del síntoma puede darse sin que exista una relación de objeto. Este sería el caso, descrito por Freud, de las muchachas que viven en un pensionado y que, al recibir una de ellas una carta amorosa frustrante que le causa un ataque histérico, todas se “infectan” del mismo ataque de histeria. Freud descarta que ello se deba a un sentimiento de compasión, ya que en este tipo de comunidades suelen predominar los sentimientos poco amistosos, sino a que las chicas se han colocado en la posición de la que recibió la carta y anhelarían tener también una relación amorosa. Este anhelo común sería el rasgo que desencadenaría la identificación por el síntoma.
La mencionada sustitución del objeto sexual por una identificación tiene especial relevancia en el origen de la homosexualidad masculina. El adolescente que tuvo una fuerte fijación con la madre, al concluir la pubertad, tendrá dificultades para llevar a cabo una nueva elección de objeto. En este momento evolutivo, puede ser que en lugar de abandonar a la madre se identifique, no sólo con algunos de sus rasgos, sino con la totalidad de su yo. Freud dice que entonces buscará objetos sexuales con los que sustituir a su yo, es decir, objetos a los que pueda querer y cuidar de forma análoga como su madre lo hacía con él.
Como en el caso de la homosexualidad masculina, el yo ofrecerá siempre resistencia a abandonar un objeto de amor; su pérdida afectiva o real significará una frustración que intentará paliar introyectando rasgos del objeto perdido. Este mecanismo, que rige el desarrollo humano, será especialmente evidente en el proceso evolutivo del niño que pasa de una fase a la siguiente por las frustraciones derivadas de las prohibiciones. La identificación inducida por la renuncia al objeto es, según Villamarzo ( El Yo y los Mecanismos de Defensa, III ), la más estructurante de la personalidad porque la frustración inherente a la misma causa una regresión, es decir, un retroceso a una etapa de desarrollo anterior en que el proceso primario tenía mayor incidencia en la vida psíquica, lo que, al mismo tiempo, implica un debilitamiento de la “coraza” defensiva del yo posibilitando, así, la asimilación de nuevas pautas de comportamiento. La identificación por renuncia al objeto será una constante durante toda la vida del ser humano; en el yo o en el superyó – según el caso – se irán estratificando estas identificaciones formando la personalidad del individuo.
El hecho de que la regresión sea un importante factor para facilitar nuevas identificaciones significa, al mismo tiempo, que a medida que la personalidad se va estructurando y, como consecuencia de ello, el yo se va haciendo más fuerte, el individuo sea más reacio a llevar a cabo nuevas identificaciones. En las primeras fases de la vida y quizá hasta la pubertad, la dependencia de los padres y la consiguiente idealización de los mismos crearían un terreno propicio para que la identificación con rasgos parentales eche raíces. Pero será sobre todo el superyó paterno el que sea introyectado, garantizándose así la transmisión de tradición y cultura de una generación a la siguiente. Un testimonio de que esta es, por lo menos, la intención educadora de los padres se desvela en la frecuente recomendación paterna a los hijos en la frase de “haz lo que yo te digo y no lo que yo hago”, lo que, sin duda, también refleja una implícita confesión de culpa por la discordancia entre preceptos y comportamientos. La decreciente accesibilidad del niño para la implantación de normas superyoicas es algo que tienen muy en cuenta todas las instituciones y personas que se ocupan de la formación infantil en áreas ideológicas o religiosas, iniciando la misma en una edad temprana.
Parece ser, por tanto, que la disponibilidad del individuo para llevar a cabo identificaciones superyoicas estaría limitada a la primera fase de la vida. Por el contrario, para las identificaciones yoicas no existiría tal limitación, pudiendo sucederse a lo largo de toda la vida y constituirían, como afirma Freud ( El Yo y el Ello ), el carácter del individuo, como los rasgos introyectados de los objetos abandonados. La abundancia y diversidad de estas identificaciones podrían, por una parte, dar lugar a una personalidad rica en matices, pero, por otra, también tener efectos patológicos. Esto último, dice Freud, se produciría cuando las identificaciones son muy numerosas, muy intensas y, sobre todo, incompatibles entre sí. Al respecto, Villamarzo se refiere a que identificaciones masivas tienen una incidencia prototípica en la melancolía y en la
neurosis obsesiva. En el primer caso, con el objeto amoroso perdido y, en el segundo, con el objeto agresivo. En la neurosis obsesiva, estaríamos ante una identificación superyoica y, en la melancolía, por el contrario, ante una yoica. Identificaciones contradictorias, especialmente en el periodo evolutivo del niño, se encontrarían en el origen de la esquizofrenia.
La transformación de una elección de objeto en una modificación del yo por medio de una identificación es interpretada por Freud como una forma de acercamiento del yo al ello, pues, al absorber – el yo – rasgos del objeto se está ofreciendo – al ello - como sustituto del objeto abandonado. Tendría lugar una conversión de líbido objetal en líbido narcisista, una desviación del fin sexual y, por consiguiente, una especie de sublimación. Intuye que ésta podría ser la forma general como actúa dicho mecanismo de defensa.
Mientras que en la primera fase de la vida la identificación se basa en un vínculo afectivo con la madre y con el padre y durante todo el transcurso vital se producirán identificaciones con los objetos perdidos, en ciertos momentos, pueden producirse identificaciones entre individuos sin que medie una relación objetal. El nexo identificatorio estaría constituido por rasgos comunes que generalmente estarían representados por la identificación de cada uno de ellos con un líder o con una ideología. Especialmente persistente se muestra esta última, que el individuo suele mantener durante toda la vida. Parece evidente que este tipo de identificaciones pueden proporcionar seguridad y estabilidad a la personalidad. Por otra parte, es difícil sustraerse a la idea de que también pueden significar una barrera a nuevas identificaciones y, por consiguiente, una “congelación” de la personalidad en un nivel de desarrollo determinado. La persistencia y resistencia de estas identificaciones no resultan sorprendentes si se tiene en cuenta que las mismas están sustentadas por un doble vínculo: con la idea y con todas las personas que la asumen. Las dudas que el individuo pudiera albergar se verían alejadas por el sentimiento de solidaridad hacia los demás y por la seguridad que le proporciona el verse “arropado” por un grupo; le será fácil descartar toda idea acerca de la certeza de su convicción, ya que la misma le ha permitido fortalecer su narcisismo y, con ello, su autoestima. Su convicción será algo que le diferencie de los que no la tienen, llegando en casos extremos a defenderla a “capa y espada”. Al respecto, no estaría mal recordar el ciertamente corrosivo aforismo de Bertrand Rusell que achaca los problemas del mundo a que los necios y los fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras que los sabios siempre están llenos de dudas. El individuo se encontraría ante el dilema entre convicciones firmes, seguridad y una razonable tranquilidad interior o la duda y el desasosiego. No obstante, tal dilema es sólo aparente, pues la constitución de las instancias psíquicas se realiza al margen de su voluntad y le colocará ya en una posición determinada, casi podría decirse, predeterminada. Cabría deducir de la posición adoptada por el individuo su nivel de tolerancia a la angustia y, posiblemente también, su tendencia al masoquismo. Se podría establecer una correlación entre convicciones inamovibles y una limitada capacidad para soportar la angustia, por una parte, y entre espíritu escéptico y mayor resistencia a la angustia y tendencia al masoquismo, por otra.
Será este tipo de identificación el que, según Freud ( Psicología de las Masas y Análisis del Yo ), dará lugar a la formación de las masas. Una masa sería un conjunto de individuos que han sustituido su ideal del yo - el modelo con el que se compara el yo en su afán de
perfeccionamiento – por un objeto común - el líder, el ideal -, lo que permite una identificación yoica entre los individuos. Entre el mecanismo que actúa en la formación de una masa y el enamoramiento existiría, entonces, una sorprendente analogía. También en el enamoramiento el objeto sustituye al ideal del yo, tiene lugar una entrega total del yo al objeto que, como indica Freud, en nada se diferencia de la entrega sublimatoria a una idea abstracta, añadiendo que en la ceguera del enamoramiento se puede llegar al crimen sin remordimiento. Teniendo en cuenta este paralelismo entre los mecanismos operantes en la constitución de la masa y el enamoramiento, no resulta extraña la transformación que experimenta el individuo al ser absorbido por la masa: debilitamiento de la capacidad de discernimiento, afectividad incontrolada, dificultades en la moderación y en posponer la descarga. Estas características serían un fiel indicio de que se ha producido una regresión a una fase anterior y justificarían la rotunda afirmación de Freud con respecto al carácter enajenante del enamoramiento que, aunque no conduzca necesariamente al hecho delictivo, se ve reforzada por ejemplos a todos accesibles. Más alarmantes son, sin embargo, los momentos históricos que atestiguan la cobertura que dan las ideas para que el individuo en la masa pueda cometer atrocidades que, seguramente, fuera de la masa su superyó le reprocharía severamente. En la masa se puede apreciar la subordinación de los fines individuales a los colectivos; esta relación – individuo-masa – es, en cierto modo, un reflejo en el ámbito de la cultura de la existente en la naturaleza en la que el individuo está al servicio de la especie.
En la masa, según Freud, se tiene la impresión de que los sentimientos y actos individuales del sujeto son demasiado débiles para imponerse y necesitan el refuerzo de la repetición por los demás individuos de sentimientos y actos análogos para aflorar. No obstante, las mencionadas características serían más perceptibles en las masas “naturales” que en las “artificiales” y altamente organizadas. Lo que si parece estar fuera de duda es que el individuo queda bajo la influencia del “espíritu” de la masa, que con más o menos intensidad orientará su pensamiento y sus actos. Una influencia que no sería únicamente explicable por la fuerza sugestiva del líder o por la fascinación que se desprenda de la idea, sino también por el efecto sugestivo recíproco que ejercen los individuos. Al respecto, cabría preguntarse si no actúan aquí los ya mencionados mecanismos de identificación introyectiva y proyectiva. Este efecto sugestivo recíproco podría derivarse de un instinto gregario que, según W. Trotter, sería innato en el hombre como en otros mamíferos. Sin embargo, Freud, al contrario que Trotter, no puede explicarse el fenómeno de la constitución de la masa sin la figura del líder, ya que en el niño, en un principio, no es detectable dicho instinto. El mismo surgiría, de forma secundaria, de la relación de los niños con los padres y como consecuencia de la envidia que le suscita al niño mayor el advenimiento de un nuevo hermano por el temor a perder la posición privilegiada de la que hasta entonces había disfrutado ante los padres ( Psicología de las Masas y Análisis del Yo ).
Si bien el niño experimentará envidia y animosidad hacia el nuevo hermano, pronto desistirá de sus deseos agresivos al percibir que el nuevo miembro de la familia también goza del cariño de los padres. Intuye que la persistencia en su actitud agresiva puede hacerle perder el amor de los padres. La imposibilidad de descargar la agresividad hará que ésta sea sustituida por una formación reactiva, un sentimiento de solidaridad entre los hermanos, lo que inducirá a la identificación entre ellos. Esta formación reactiva sería, según Freud, el origen de la justicia al plantear la exigencia de igual tratamiento para todos a cambio de la renuncia individual a tener privilegios. Los sentimientos sociales, añade, tendrían su origen en un sentimiento agresivo que se transforma en un vínculo positivo por identificación.
A nivel antropológico, Freud explica el fenómeno de constitución de las masas basándose en la construcción mítica de la horda primitiva, un grupo de individuos dominados por el padre primitivo, el Superhombre de Nietzsche, en posesión exclusiva de todas las hembras, de cuyo disfrute privaría a todos los hijos obligándoles a la abstinencia. La pulsión sexual impedida de la satisfacción directa daría lugar a una pulsión coartada en su fin que encontraría una satisfacción parcial en sentimientos cariñosos entre los componentes del grupo y hacia el padre. El padre primitivo sería odiado y querido al mismo tiempo y sucumbiría a una conspiración de los hijos, siendo elevado después de su muerte a la categoría de deidad. Sin embargo, la horda y su derivado, la masa, mantendría su temor hacia él y la necesidad de ser dominada, conservaría una “adicción” a la autoridad.
La autoridad de la figura mítica del padre primitivo se sustentaba en su superioridad física, en su naturaleza absolutamente narcisista, en su independencia y en sus escasos vínculos libidinosos, en resumen, en una omnipotencia real. Esta autoridad parece ser la que da fundamento a la constitución de las por Freud denominadas masas “naturales”. De ellas se derivarían las masas “artificiales” que, surgidas en el transcurso de la evolución cultural, precisarían de atributos del líder menos tangibles y más imaginarios, basados en la suposición de poderes sobrenaturales y en su reforzamiento por rituales, es decir, en elementos de carácter sugestivo. La sugestión del líder sobre la masa tendría como consecuencia una limitación en el uso de la capacidad intelectual del individuo y, por tanto, un efecto regresivo.
Entre las denominadas masas “artificiales”, hay dos a las que Freud dedica especial atención: el Ejército y la Iglesia. Recordando que en la constitución de una masa intervienen una elección de objeto, el líder o el ideal, que sustituye al ideal del yo y una identificación con los demás componentes del colectivo en cuestión, en el Ejército se apreciaría una confirmación fidedigna de esta hipótesis. En el caso de la Iglesia, por el contrario, estas relaciones serían más complejas. El cristiano hace en Cristo una elección de objeto situándolo en el lugar de su ideal del yo y se siente unido a la comunidad cristiana por identificación con cada uno de sus miembros. Pero la Iglesia,
además, le exhorta a que se identifique con Cristo y que ame a los demás cristianos como Cristo les ha amado. Se pretendería, por tanto, un refuerzo de vínculos: donde ya existe una elección de objeto – Cristo – deberá sobrevenir una identificación, y donde ya hay una identificación – con los miembros de la comunidad cristiana – deberá agregarse una elección de objeto. Desde la hipótesis de la constitución de la masa, esta construcción parece comparable a la “cuadratura del círculo” en geometría. Ambas pretensiones, la religiosa y la geométrica, han resultado carecer de solución satisfactoria hasta la fecha.
Como resalta Villamarzo ( El Yo y los Mecanismos de Defensa, III ), el mecanismo de identificación tiene una especial relevancia en el proceso de la cura psicoanalítica. Ésta consistiría esencialmente en una reeducación del yo, dándole la oportunidad de volver a vivir etapas evolutivas que le dejaron secuelas patológicas. El volver a vivir supone regresar a una fase anterior; por ello, el psicoanalista provocaría una regresión en el paciente para “desmantelar” identificaciones patológicas. En este momento de la cura, el paciente haría una elección de objeto en la persona del analista, es decir, se produciría la transferencia. Con este nuevo objeto, el paciente podría “revivir” esas fases de su evolución que fueron causa de su malestar actual. Pero de igual forma que la entrada en la transferencia sería parte imprescindible de la cura, también lo sería su salida de ella. Esta salida implicaría una renuncia a la persona del analista y, como sucede en toda renuncia, la identificación del paciente con rasgos del objeto abandonado, es decir, del yo del analista.
El proceso descrito y, sobre todo, la identificación con el yo del analista dejan al descubierto la enorme dificultad que alberga la cura psicoanalítica y los riesgos que son inherentes a la misma. Del analista cabría esperar una extraordinaria sutileza que le permita captar el momento preciso en que su intervención pueda inducir tanto la transferencia como la retirada de la misma. Pero más problemático parece ser su papel de objeto, con algunos de cuyos rasgos yoicos se identificará el paciente. ¿ Con cuáles de dichos rasgos se identificará el paciente ? ¿ No podrían ser dichos rasgos portadores, a su vez, de disposiciones patológicas ?
Escuetamente, puede decirse, basándose en Freud, que el yo es una parte del ello que se ha modificado por su contacto con la realidad. El yo dependería, por tanto, tanto del ello como de las vivencias del individuo. La cuantificación de cada uno de estos factores encuentra su expresión en la polémica acerca de la importancia relativa de la herencia genética y del entorno en la constitución del carácter. Si esto es así, daría lugar a pensar que, para la restauración de un yo dañado, quizá no sea suficiente la identificación con rasgos del yo presuntamente sano del analista y regulación de la influencia del superyó - que representarían al mundo exterior -, sino que, además, podría ser necesario indagar en el ello del paciente – su mundo interior - , es decir, hacer que aflore su deseo como parte irrenunciable de su individualidad.
El concepto de “defensa” evoca una actitud de rechazo, de contención, un intento de evitar que algo existente sufra deterioros o modificaciones, en definitiva, una actitud pasiva. Sin embargo, la identificación, como mecanismo de defensa ante la angustia, tiene efectos que se asemejan más a los que tendría un comportamiento activo. La defensa por medio de la identificación produce modificaciones en el yo. La identificación con su imagen permitirá que el individuo se reconozca como unidad corporal, que establezca los límites de su cuerpo y que se diferencie del entorno en el que se ha sentido englobado. La identificación simbólica por medio del lenguaje le irá dando a conocer su posición en el mundo exterior. Las identificaciones superyoicas acotarán su campo de acción y modularán sus actitudes. Las sucesivas identificaciones yoicas le permitirán sentirse miembro de grupos sociales. Podría decirse que, si los procesos identificatorios no actuasen, el individuo estaría perdido en el tiempo y en el espacio.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario