jueves, 8 de octubre de 2009

PROCESO DE INDIVIDUACIÓN DEL NIÑO

Si bien Freud en su teoría sexual hace hincapié en la relación entre sujeto y objeto, entre hijo y madre, como eje del desarrollo de la personalidad y del yo, su obra confiere más importancia al sujeto que al tipo de relación de éste con el objeto. Será la psicología del yo la que haga del objeto el centro de la investigación psicoanalítica. Este interés por el objeto se basa en que es él el que va a modular el tipo de relación con el sujeto, pues las interacciones entre ambos se caracterizan por la acusada desigualdad resultante del intercambio entre una personalidad estructurada – la de la madre – y una en formación – la del hijo -. Serían, por tanto, las relaciones objetales la verdadera materia de investigación.

Las transformaciones físicas y psíquicas que experimenta un niño desde su nacimiento hasta la edad de aproximadamente tres años han sido estudiadas minuciosamente por algunos autores pertenecientes a la mencionada psicología del yo, como Margaret S. Mahler y René A. Spitz. Ambos se sirven de la observación sistemática y, en la medida de lo posible, de los medios que les ofrece la psicología experimental. La primera destaca las fases autista y simbiótica como precursoras indispensables de la individuación, mientras que el segundo fija su atención en determinados fenómenos indicadores de que el desarrollo del niño ha alcanzado un punto clave que le hace dar un salto cualitativo, los por él denominados “organizadores”.

La observación de niños aquejados de un síndrome psicótico esquizofrénico llevó a Mahler a la convicción de que dicha patología era de origen autista, simbiótico, o de una combinación de ambos. Sus reflexiones al respecto culminaron en la hipótesis de que la simbiosis sería una manifestación inherente a la condición humana, una fase irrenunciable del desarrollo normal, de la que el niño emerge por un proceso de separación e individuación, que está condicionado por ciertos niveles de maduración fisiológica y desarrollo psíquico.

Maduración y desarrollo son dos procesos que transcurren en paralelo, se interfieren recíprocamente, pero que, según Spitz, deben ser delimitados conceptualmente. Bajo “maduración” se entendería el despliegue de mecanismos fijados filogenéticamente en la especie, en el embrión o en la herencia, comprendiendo esta última no sólo características genéticas, sino también las influencias intrauterinas y las que tuvieron lugar durante el parto. Bajo “desarrollo” habría que incluir la aparición de formas de funcionamiento y comportamientos resultantes de las interacciones del organismo con su medio interno y externo. En cuanto a las interacciones del organismo con su medio interno, parece inevitable la objeción de que, si el organismo interactúa consigo mismo, sería difícil dilucidar si se trata de maduración o de desarrollo. Quizá estos procesos podrían ser delimitados estableciendo en cada momento el grado de actividad o pasividad: la maduración sería un proceso predominantemente pasivo, mientras que el desarrollo se caracterizaría por el predominio del elemento activo.

La mencionada hipótesis de Mahler se vería reforzada por un proyecto de investigación que ella misma y M. Furor dirigieron en el Masters Children’s Center de Nueva York. Esta investigación se centró primero en la observación de niños con psicosis de origen simbiótico y de sus madres, ampliándose seguidamente a una muestra de niños normales, también con sus respectivas madres.

El método de trabajo, según Mahler, debía garantizar un cierto equilibrio entre una observación psicoanalítica “flotante” y unas normas experimentales establecidas previamente que permitieran la repetición de algunos fenómenos dentro de un marco estandarizado. Sin embargo, este esfuerzo por establecer condiciones que no indujeran a dudar acerca del carácter científico de la investigación se vería contrarrestado por la elección de la muestra, ya que en la selección se eliminaban a madres que no fueran más o menos normales, así como a las que no tuvieran una familia “intacta” (padre, madre, hijos). Por otra parte, la necesaria disponibilidad de las madres de varias horas al día para participar en el proyecto presuponía ya un cierto bienestar económico de la familia. Por último, de las 30 familias seleccionadas para el proyecto, 25 profesaban religiones judeo-cristianas.

Si bien Spitz lleva a cabo también sus investigaciones por medio de la observación directa y sirviéndose de los medios de la psicología experimental, se diferencia de Mahler en que renuncia al método clínico, es decir, no selecciona la muestra y la elige lo suficientemente numerosa ( 366 niños ) como para considerarla representativa. La observación de cada niño abarcaba cuatro horas semanales durante un periodo de dos años como máximo. Además de realizar tests mensuales, de algunos fenómenos se efectuaron grabaciones audio-visuales para poder analizarlos detenidamente.

El objetivo de los citados autores era formular hipótesis explicativas de los factores que determinan que un recién nacido indiferenciado y pasivo se transforme en el transcurso de tres años en un ser con personalidad relativamente estructurada. Ambos llegan a conclusiones que, aunque no sean idénticas, si pueden considerarse complementarias.

Las primeras semanas de vida del recién nacido se caracterizan por el predominio de los periodos de somnolencia sobre los de vigilia. La somnolencia puede considerarse un sucedáneo de la vida intrauterina ausente de tensiones. Este equilibrio se ve interrumpido principalmente por estímulos provenientes del mismo organismo. La tensión que los mismos causan es percibida como displacer, si bien su eliminación todavía no se vincula a una sensación de placer. En este estado, lo contrario del displacer es el estado de calma, la ausencia de tensión. Como indica Spitz, se trata de funciones puramente fisiológicas, de las que después emanarán las funciones psíquicas dentro de un sistema binario, la diada madre-hijo.

Durante las primeras semanas, el niño vive prácticamente aislado del mundo exterior, protegido por una barrera perceptiva, necesaria para garantizar el progreso de su maduración fisiológica. Este aislamiento de lo exterior le impide también percibir a la madre como mediadora de la satisfacción de sus necesidades vitales. Sería esta la fase de autismo normal, según Mahler, y la fase sin objeto, según Spitz, en la que impera el narcisismo primario y en la que las reacciones del niño a los estímulos revisten el carácter de reflejos condicionados.

La aparente contradicción resultante de la experiencia de que, ya la segunda semana, al levantar del lecho a un lactante y ponerle en posición de amamantarle, éste dirige la cabeza hacia la persona que le sujeta y abre la boca, lo que podría interpretarse como una percepción de la fuente de alimentación, la resuelve Spitz afirmando que la mencionada reacción del bebé se debe a sensaciones de equilibrio, ya que si se le levanta en posición vertical no se produciría ninguna reacción.

Tendrán que transcurrir ocho semanas para que el recién nacido reconozca la señal del alimento, pero sólo si experimenta el estímulo interno del hambre; caso contrario, no percibirá ni la leche, ni el biberón, ni el pecho. Esto hace evidente el predominio de las percepciones internas sobre las externas, característico de esta primera etapa de la vida. Como afirma Spitz, el mundo exterior sólo es percibido en función de una exigencia pulsional insatisfecha, lo cual significa que es necesaria una frustración para que el lactante se oriente hacia el mundo exterior y empiece a romper su caparazón autista.

La percepción de estímulos externos se va perfeccionando en la medida que progresa la maduración fisiológica. Las primeras sensaciones serán táctiles por el contacto con el cuerpo materno y con el alimento. Poco después, se desarrollarán percepciones visuales: el lactante fija su mirada en el rostro de la madre durante el amamantamiento. Ello conlleva la asociación del acto placentero de la ingestión del alimento con la visión de un rostro humano. La aparición de un semblante en el campo visual del niño de unas diez semanas atraerá su atención de tal forma que éste seguirá todos sus movimientos.

La posición privilegiada que el niño otorga a la presencia del semblante humano, como el único objeto de su entorno capaz de monopolizar su atención, se hará todavía más evidente alrededor del tercer mes de vida, cuando a dicha visión responde con una sonrisa, una respuesta que en este momento del desarrollo no consigue arrancarle ningún otro objeto, inclusive el alimento.

No obstante, Spitz considera precipitado y hasta erróneo interpretar esta reacción como el inicio de una relación objetal, como pudo comprobar experimentalmente. Por una parte, el reconocimiento del rostro depende de que el mismo se encuentre en movimiento (cualquier gesto sería suficiente para ello) y, por otra, que el semblante sea presentado de frente, de perfil no produciría el mismo efecto en el lactante.

Las observaciones anteriores permiten afirmar que lo que el niño percibe y a lo que reacciona con una sonrisa es una señal formada por atributos del rostro: frente, nariz y ojos. Esta señal es parte del semblante materno, pero también de cualquier otro semblante; por eso, en esta fase, el niño sonríe a cualquier adulto sin distinción. Esta sonrisa refleja la expectativa de algo placentero, ya que la señal está asociada al acto de nutrición por el pecho, durante el cual el niño fija su atención en el rostro de la madre.

Para Spitz, esta sonrisa indiferenciada del lactante representa un punto de inflexión en el desarrollo psíquico, se trata de la primera manifestación activa e intencional del recién nacido, del paso de una posición pasiva a una activa. Por esto, la aparición de la sonrisa significa la reorientación del desarrollo psíquico al colocarlo a un nuevo nivel, puede considerarse, por tanto, como el primer “organizador” del mismo, según la terminología de Spitz.

Hasta la aparición de la sonrisa, el observador que seguía los comportamientos del lactante no tenía certeza acerca de su nivel de percepción de los estímulos externos. La sonrisa sería una manifestación de la toma de conciencia de una percepción externa, es una prueba de que en el caparazón autista se ha abierto una brecha, de que se está produciendo un desplazamiento de la percepción desde el interior del organismo hacia la periferia.

Esta mejora de la conciencia sensorial, inducida por el progreso de la maduración fisiológica, es la que, según Mahler, permite ir desactivando la tendencia del lactante a una regresión vegetativa, cuyo último fin sería un estado similar a la vida en el útero. En realidad, la fase autista podría considerarse como una vida intrauterina “discontinua”, ya que la satisfacción de las necesidades vitales no se realiza de forma ininterrumpida como en el vientre materno, lo que evita que se creen tensiones, sino que serán estas tensiones las que indiquen los momentos de retomar el suministro de alimentos. Sin embargo, fuera de estos momentos de tensión, el recién nacido puede seguir manteniendo una sensación de omnipotencia absoluta, reforzada por las barreras sensoriales que reducen a un mínimo las perturbaciones por estímulos externos.

Por tanto, la maduración fisiológica y su consecuencia, la mejora de la conciencia sensorial, permitirán la transición de la fase autista a la simbiótica del desarrollo psíquico. El comienzo de dicha transición se anunciaría, según Mahler, por una sensación difusa del niño de que la satisfacción pulsional no es autoinducida, sino que a la misma contribuiría algo fuera del “self”. Sin embargo, en esta fase, en lugar de que la omnipotencia propia de la fase autista se restrinja por la percepción de que se está recibiendo ayuda externa, el niño se negará a reconocerlo y, en cierto modo, se “apropiará” de forma ilusoria de la capacidad materna de proporcionar asistencia, para lo cual constituirá con la madre una unidad funcional con fronteras comunes con el exterior. Este estado fusional con la madre es lo que Ferenczi denominó como “omnipotencia alucinatoria condicionada”.

De forma análoga a como el alumbramiento significa el nacimiento físico del individuo, la entrada en la fase simbiótica del desarrollo normal constituye para Mahler su nacimiento psíquico. Sería la toma de conciencia, aunque de forma difusa, que existe algo fuera del “self”, pero que todavía no ha adquirido la categoría de objeto, pues no existe diferenciación entre interior y exterior, entre “self” y otros.

El espacio simbiótico es un espacio protegido en el que el recién nacido puede seguir madurando fisiológicamente y al mismo tiempo desarrollar funciones psíquicas que le permitan diferenciar entre él y la madre. Mahler afirma que para el desarrollo satisfactorio de las siguientes fases de separación e individuación, es imprescindible que la unión simbiótica provea al bebé de la suficiente confianza y seguridad, sin las cuales tendría dificultades en salir de la burbuja simbiótica. La experiencia clínica pondría de manifiesto que el yo del niño, en los casos de perturbaciones de la individuación y de desorganización psicótica, tiende a refugiarse por medio de una regresión al espacio simbiótico.

Como ya se mencionó, la evolución del recién nacido está impulsada por dos procesos: el de maduración de las capacidades fisiológicas innatas y el de desarrollo de las funciones psíquicas. Si bien la maduración parece ser un proceso autóctono predeterminado por la herencia genética, el mismo no está exento de perturbaciones externas. No obstante, la barrera perceptiva externa evitará, en parte, una irrupción masiva de estímulos y el espacio creado por los cuidados de la madre hará de protección complementaria. El proceso de desarrollo psíquico dependerá primero del progreso de la maduración fisiológica y, luego cada vez en mayor medida, del ambiente anímico que se establezca en la fase simbiótica.

A medida que el organismo del recién nacido va madurando, se produce un desplazamiento de la intensidad perceptiva desde el interior del cuerpo hacia la periferia. Las reacciones a los estímulos serán cada vez más específicas; lo que al principio era una manifestación difusa de un estado de tensión del lactante se va ajustando a situaciones de displacer diferenciadas. Estas reacciones diferenciadas del niño, según la causa de su malestar, permiten a la madre interpretar la carencia que le aqueja con mayor certeza y darle la respuesta adecuada. Como indica Spitz, las primeras reacciones indiferencias del lactante se van convirtiendo en comunicaciones y hasta en demandas a su entorno, fundamentalmente a la madre. Recíprocamente, el niño percibe las señales afectivas del estado de ánimo materno. Este intercambio de comunicaciones entre madre e hijo tiene lugar constantemente sin que los participantes y el entorno sean conscientes de ello.

Al respecto, Mahler observó con detenimiento las variaciones de la disposición emocional de las madres durante la fase simbiótica. Cita, por ejemplo, el caso de una madre que daba el pecho a su hijo y estaba orgullosa de ello como prueba de su buen comportamiento materno. No obstante, durante el amamantamiento de su hijo mantenía un brazo libre para ejecutar simultáneamente otras tareas. Si bien a esta madre no se le podía hacer ningún reproche sobre su “técnica” de alimentar a su hijo, su atención y dedicación al bebé no eran absolutas, algo que éste percibía inconscientemente. Este niño tardó bastante tiempo (supuestamente bastante más de tres meses) en dibujar en su rostro la primera sonrisa, es decir, en manifestar un indicio claro de progreso en su desarrollo psíquico, el primer “organizador” del mismo, según Spitz.

El caso descrito permite suponer que el retraso en la aparición de la sonrisa era en realidad un retraso en la percepción visual de la señal ojos-nariz-frente, o que, si ésta existía, no provocaba la reacción psíquica de la sonrisa. En todo caso, parece ser que la causa de ambas posibilidades hipotéticas debería ser atribuida a un déficit afectivo en la comunicación madre-hijo. Tampoco es arriesgado afirmar que la afectividad de la madre influye tanto sobre la maduración (proceso fisiológico), como sobre el desarrollo psíquico, y que ambos procesos están, a su vez, interrelacionados. Esto significaría que las funciones psíquicas están condicionadas por un proceso afectivo previo.

Dentro de la diada simbiótica, se van creando lazos afectivos como consecuencia de las sensaciones placenteras provenientes de los cuidados maternos y de su asociación con la presencia de la madre, pero sobre todo, con su disposición y entrega emocionales. La consolidación por acumulación de estos afectos se manifiesta en la ya mencionada sonrisa indiferenciada alrededor de los tres meses y es fundamental para que el lactante se provea de una confianza primaria que le permita acometer las siguientes fases de su desarrollo psíquico, es decir, la diferenciación y la individuación.

No obstante, a partir del tercer mes de vida, también se suceden con mayor frecuencia situaciones que al niño le provocan displacer, que cada vez es más específico pues el perfeccionamiento de la percepción periférica permite captar mayor número de estímulos diferentes. La causa más evidente de displacer es el alejamiento de la madre, al cual el niño reacciona con llanto; este alejamiento más bien que un estímulo displacentero nuevo significaría la privación de uno placentero. Para un desarrollo psíquico equilibrado, los afectos negativos son igual de significativos que los positivos. Spitz opina que tan nocivo es mantener a un niño alejado de los unos como de los otros. Hace hincapié, al respecto, en la importancia de la frustración para el desarrollo humano, que ya comienza con la asfixia del nacimiento que fuerza la respiración pulmonar, continúa con las sensaciones de hambre y sed y, más adelante, con el destete, con el que se inicia el proceso de separación de la madre.

Las consideraciones precedentes permiten extraer algunas conclusiones: el desarrollo psíquico y, por tanto, las funciones yoicas precisan de un fundamento afectivo; éste constaría de la adecuada combinación de afectos positivos y negativos, derivados de vivencias placenteras y displacenteras respectivamente; dicha combinación sería única e individual para cada sujeto, de lo que se desprende la eficacia de la intuición materna y, al mismo tiempo, la dificultad en el establecimiento de normas generales, ya que el parámetro fundamental sería la tolerancia a la frustración del niño, que, a su vez, tiene un componente genético y otro procedente de la confianza primaria que la madre fue capaz de transmitir en la fase simbiótica.

Por otra parte, parece evidente que el recién nacido “añora” la vida intrauterina, es decir, satisfacción continua, ausencia de tensión, pasividad, a la que intenta regresar cuando la frustración se hace insoportable. Esta añoranza es una tendencia que persistirá en el ser humano de por vida, la misma será muy acentuada en algunas patologías que inducen a formas extremas de regresión, pero se expresa también en manifestaciones culturales universales, como el mito del paraíso previo al pecado original (= nacimiento de la naturaleza humana), o la promesa de una vida ultraterrena sin carencias (= frustraciones); también la irrenunciable aspiración humana a la felicidad terrenal podría ser incluida en esta categoría.

Con el mencionado perfeccionamiento de la percepción periférica se iniciará una lenta transición en la vida del niño, que ya es manifiesta entre los 4 y 5 meses: las fases de somnolencia se hacen más cortas al mismo tiempo que se alargan las de vigilia, pero, sobre todo, es notoria la intensificación de la atención que el lactante dedica a su entorno. Mahler destaca en este contexto que, en un determinado momento de esta fase de su desarrollo, el niño sorprende con una intensa mirada de atención, momento que ella, en analogía con los ovíparos, denomina la “salida del cascarón”. Este momento será el preludio de los intentos del niño de inspeccionar táctil y visualmente el cuerpo de la madre.

Presionando con sus manos contra el cuerpo de la madre, el lactante va adquiriendo otras imágenes de ella, hasta entonces limitadas al pecho y al semblante en posición frontal, iniciando, de esta forma, la transición de objeto parcial a objeto total. El intercambio de sensaciones táctiles con la madre proporciona al niño la representación de su esquema corporal, la diferenciación de su cuerpo del de la madre y del de ésta de los demás objetos, animados o inanimados, de su entorno. La sonrisa, que a partir de los tres meses dirigía de forma indiferenciada a la señal del semblante humano (ojos, nariz y frente), tendrá ahora un destinatario privilegiado: el semblante materno.

El proceso de diferenciación es, según Mahler, el paso previo al de individuación, que presupone la autonomía intrapsíquica, la memoria, la capacidad de reconocer y la prueba de realidad. La individuación y la separación de la madre serán simultáneas.

Alrededor del octavo mes de vida, se puede apreciar un cambio sustancial en el comportamiento del niño ante la presencia de un extraño. La hasta entonces amable acogida, manifestada en la mencionada sonrisa indiferenciada que él daba a cualquier semblante humano, es sustituida por diversas reacciones que van desde una intensa curiosidad exploratoria, pasando por intentos de evitación (apartar la mirada y esconderse), hasta el rechazo más decidido (llanto y gritos). La aparición de este fenómeno, conocido como el “miedo de los ocho meses” o el “miedo al extraño”, constituye para Spitz el segundo “organizador” del desarrollo psíquico, que se eleva a un nivel de mayor complejidad.

No obstante, a primera vista, no deja de ser sorprendente que puedan englobarse bajo un denominador común reacciones tan dispares del lactante ante un extraño, como la curiosidad y el llanto. Sin embargo, lo que subyace a dichas manifestaciones es que el niño ya no sonríe de forma indiscriminada a la visión de cualquier semblante humano. Tanto la curiosidad ante el rostro desconocido, como el pánico que éste desencadena, serían manifestaciones de que el niño esperaba otra cosa, es decir, la aparición del semblante materno. Esta predilección por la madre es la prueba, según Spitz, de que se ha establecido una auténtica relación de objeto entre el niño y la madre. Por otra parte, la forma de reaccionar del niño, de la curiosidad al llanto, estaría condicionada por el nivel de confianza primaria que la madre consiguió transmitirle durante la convivencia simbiótica, que, además, marcaría las pautas de conducta de su vida adulta.

Este paso, fundamental en el desarrollo psíquico, presupondría la existencia de un yo infantil rudimentario capaz de llevar a cabo una síntesis entre las pulsiones agresivas y libidinosas, primariamente dirigidas a objetos parciales y, ahora, a un único objeto total.
Spitz destaca que para el establecimiento de una adecuada relación de objeto es necesario que ambas pulsiones participen equilibradamente en la formación de la personalidad, lo cual debería implantarse en los principios educativos. Al respecto, hace mención a tendencias educativas opuestas. Por una parte, critica el régimen de crianza infantil de orientación conductista, según el cual se sometía a los lactantes a un rígido programa de alimentación en cuanto a cantidad y frecuencia de la ingesta, privándoseles igualmente de todo tipo de caricias o atenciones afectivas; estaríamos aquí ante un predominio de la frustración sobre la gratificación, que en lugar de absorber la agresividad innata del lactante la fomentaría. Por otra parte, considera igualmente inadecuada en la educación la tendencia a satisfacer de forma inmediata todas las demandas del niño (self demand schedule), por la cual se reduciría a un mínimo la frustración y se ampliaría considerablemente el campo de gratificación, lo cual tendría como consecuencia la permanencia largo tiempo en un espacio de pasividad e indolencia.

Las reflexiones anteriores resultan convincentes y acordes con la teoría psicoanalítica, que ve en la frustración un elemento imprescindible para el desarrollo cultural. No obstante, las mismas no pueden sorprender como ideas innovadoras, ya que la observación cotidiana pone de manifiesto como muchas madres intuitivamente saben dosificar gratificación y frustración en la educación de sus hijos. No obstante, las mencionadas reflexiones si podrían ser indicio de que ciertas tendencias culturales han contribuido a que la capacidad innata de las madres para educar a sus hijos se haya deteriorado.

El miedo al extraño, fenómeno que para Spitz constituye el indicador de que el desarrollo psíquico ha dado un salto cualitativo y sería su segundo “organizador”, es para este autor, además, la primera manifestación de angustia propiamente dicha y le impulsa a prestar en sus observaciones especial atención a la evolución de los afectos negativos durante el primer año de vida.

Spitz no admite que el trauma del nacimiento sea el prototipo de las posteriores reacciones de angustia, ya que el mismo habría que circunscribirlo al ámbito fisiológico sin que el niño tenga una vivencia consciente del mismo. Esta afirmación se sustenta en su observación y grabación visual de 45 alumbramientos sin anestesia y en el seguimiento de los recién nacidos durante las dos primeras semanas. Durante las primeras seis semanas, las manifestaciones de displacer no merecen ser consideradas como signos de angustia en sentido estricto, serían más bien reacciones a estados de tensión de orden fisiológico. En el transcurso de las ocho semanas siguientes, estas manifestaciones difusas se van convirtiendo en reacciones específicas relacionadas con determinadas situaciones, son señales y demandas al entorno, a una persona o a una cosa causante del displacer. Cuando, más adelante, el niño percibe nuevamente a esa persona o cosa que le originó displacer, reaccionará inmediatamente con intentos de evitación. Estaríamos aquí, según Spitz, ante una manifestación de angustia real. Esta angustia, que más exactamente sería miedo a un objeto o persona, estaría determinada por la asociación del displacer con el causante del mismo.

Ahora bien, concluye Spitz, el niño que muestra miedo o intentos de evitación ante una persona que ve por primera vez no puede asociar a este extraño con un afecto negativo causado por vivencias anteriores. En realidad, su reacción refleja una percepción de no identidad de dicho extraño con la imagen de la madre ausente. El deseo del niño de reencontrar a la madre se ve frustrado por la presencia del extraño; esto significaría la reactivación de una tensión condicionada por el deseo y sería, según Spitz, la primera manifestación de angustia en sentido estricto.

El hecho de que el niño rechace el rostro del extraño porque no coincide con la imagen del semblante materno es, además de una manifestación de angustia, un indicio de que el yo del niño se ha enriquecido con una importante función: la capacidad de juicio, es decir, el niño percibe un objeto real, lo compara con una imagen interiorizada, establece una diferencia y toma una decisión. Este nuevo aspecto del fenómeno que nos ocupa –el miedo al extraño – refuerza la importancia del mismo como punto de inflexión en el desarrollo psíquico.

No obstante, la reacción del niño ante el extraño al filo de los ocho meses presenta marcadas diferencias, también dentro de la misma familia. Al respecto, resulta sorprendente el caso mencionado por Mahler referente a sus observaciones de dos hermanos cuyas edades tan sólo diferían 16 meses. Mientras que la niña mostraba ante un extraño asombro y curiosidad sin apenas señales de temor, su hermano, después de unos minutos de perplejidad, se vio invadido por la angustia. Sin pasar por alto que la constitución de cada uno de los hermanos representa un factor diferencial importante, esta autora atribuye una similar importancia para su comportamiento a la experiencia simbiótica de cada uno de ellos con la madre. En esta estrecha interrelación se forjaría la confianza primaria del niño, que le permitiría afrontar con más curiosidad que recelo la imagen de lo nuevo, al mismo tiempo se estaría creando el fundamento para el desarrollo de una personalidad equilibrada.

Mahler otorga un papel central e irrenunciable a la fase simbiótica del desarrollo psíquico, cuyo mayor o menor éxito dependerá del clima emocional que la madre sea capaz de establecer para las interacciones entre ella y su hijo. Dichas interacciones pueden conducir a resultados que faciliten la separación e individuación del niño, o la dificulten. En la simbiosis con la madre, el niño debe ser “nutrido”, pero no “saturado”. Un exceso de cuidados y dedicación, sobre todo si están impregnados de temores, son tan nocivos como su defecto. La madre debería permitir los incipientes intentos del niño de alejarse y no coartarlos, ya sea por temor, o por su necesidad inconsciente de mantener una estrecha cercanía física con él. Esto significa que la madre debería actuar en función de las necesidades del niño y no de las suyas propias, lo cual presupone que ella ha superado sus conflictos y no sufre notables carencias afectivas. Podría afirmarse que la madre desarrolla con éxito su función, si consigue que el niño perciba la simbiosis como refugio y protección, pero no como impedimento a su tendencia a separarse de ella.

Parece evidente que las condiciones antes mencionadas para el buen ejercicio de la función materna están supeditadas a factores hereditarios, culturales, evolutivos de la persona en particular y a las circunstancias socio-económicos del momento. Todo lo cual hace suponer que la madre “ideal” sea más bien la excepción que la regla.

Spitz y Mahler investigan el desarrollo del niño hasta el tercer año de vida, utilizando para ello la sistemática observación desde el nacimiento y aplicando métodos de la psicología experimental. Pero mientras el primero fija su atención en los momentos y fenómenos que marcan un cambio de rumbo y un salto cualitativo del desarrollo psíquico - los “organizadores” -, la segunda concibe dicho desarrollo como una sucesión de fases, representando la simbiótica aquélla en la que se ponen los fundamentos de la personalidad y se establece el modelo de relación objetal que determinará la futura actitud del individuo hacia su entorno.

Si bien Spitz hace constantes referencias a la diada madre-hijo, él investiga en primer lugar las reacciones del niño en diversas situaciones, sometiéndole en algunos casos a variaciones experimentales. El proyecto de investigación de Mahler incluye también a la madre, constituyendo la actitud de ésta un elemento esencial de sus hipótesis. Las referencias de esta autora a los casos por ella observados ponen de manifiesto la complejidad y dinamismo de las interacciones madre-hijo, en las que inevitablemente interfieren también las cambiantes situaciones del entorno. Especial atención le merecen los procesos de distanciamiento y ejercitación de las habilidades que el niño va adquiriendo en el transcurso de su maduración fisiológica.

Como ya se mencionó anteriormente, los primeros intentos de distanciamiento se producen alrededor del sexto mes, cuando el niño presionando contra el cuerpo de la madre se despega físicamente de ella, lo que le permite verla desde otra perspectiva e ir adquiriendo una imagen de objeto total. Estas acciones le proporcionan, al mismo tiempo, las primeras sensaciones de ser una unidad corporal. El rechazo al rostro extraño, alrededor de los ocho meses, y la reserva de la sonrisa, hasta entonces dedicada a cualquier semblante humano, a la madre, serán indicios de que se ha establecido una relación de objeto total y, por tanto, que la fase simbiótica está siendo superada. El distanciamiento de la madre se llevará a cabo de forma gradual, necesitando el niño constantemente reasegurarse de su presencia, de la que sólo podrá prescindir al principio por cortos espacios de tiempo. Una ausencia más prolongada de la madre será para el niño soportable alrededor de los tres años. A esta edad, es cuando normalmente los niños ingresan en los espacios educativos (jardín de la infancia, preescolar). No obstante, es frecuente observar el trauma que para muchos de ellos significa esta separación, que los primeros días puede percibirse como un abandono, ya que la promesa de la madre de volver dentro de dos o tres horas no encaja en la difusa concepción del tiempo que el niño tiene a la mencionada edad.

Los procesos de separación e individuación están íntimamente ligados al progreso de la maduración fisiológica. Tan pronto como su motilidad se lo permita, el niño intentará desasirse del abrazo materno y a continuación dejarse resbalar hasta el suelo. Antes de poder erguirse, se alejará de su madre “gateando”, pero siempre comprobando que ella sigue en su campo visual, regresando junto a ella al poco rato y estableciendo de nuevo el contacto físico, un fenómeno que Mahler y Furer califican de “repostar emocionalmente” y evidencia que el estado simbiótico sólo se supera paulatinamente.

Cuando el niño, alrededor del año, ya pueda erguirse, ampliará considerablemente su radio de acción y también crecerá el número de objetos que despertarán su interés. No obstante, seguirá buscando periódicamente el contacto físico con la madre. El haber llegado a este nivel de desarrollo implica, según Mahler, que el niño ha logrado la diferenciación entre el cuerpo de la madre y el suyo, que ha creado un vínculo específico con ella (una relación de objeto) y que ha desarrollado unas funciones yoicas autónomas, pero en estrecha unión con la madre.

Resulta inevitable que el fuerte vínculo con la madre, por una parte, y la satisfacción que al niño le produce el ejercicio de sus nuevas capacidades, que le alientan a independizarse cada vez más, por otra, le conduzcan a una situación ambivalente y conflictiva, característica del segundo año de vida. Para descubrir su entorno, el niño tiene que alejarse físicamente de la madre y centrar su atención en otros objetos. Cuando siente flaquear su energía, añora la fuente que la nutría, necesita “repostar” emocionalmente y busca de nuevo el contacto físico con la madre, pero, al mismo tiempo, le invade el temor de haberla perdido. El niño encuentra una solución de compromiso a este conflicto: exige insistentemente a su madre que sea espectadora del ejercicio de sus habilidades, que le contemple mientras juega.

Poco a poco, el niño se va acostumbrando a mantener una mayor distancia física con la madre y a soportar su ausencia por cortos espacios de tiempo. Sin embargo, para poder tolerar ausencias prolongadas, será preciso que se consolide su individualidad y que adquiera lo que Mahler denomina “constancia de objeto”. Esto último no sólo consiste en mantener la representación del objeto de amor ausente, sino en la fusión del objeto “bueno” y del “malo” en una representación única, lo que impide que el niño rechace a la madre por el hecho de haber estado ausente o no haber satisfecho de inmediato sus necesidades. La “constancia de objeto” implicaría que no existe riesgo de pérdida del objeto de amor, aunque éste esté ausente. Esta seguridad permite que el niño concentre toda su energía y atención en el descubrimiento y conquista de su entorno. No obstante, antes de alcanzar este nivel de desarrollo psíquico, el niño atravesará una fase de comportamiento ambivalente, caracterizado por una persecución de la madre por doquier, alternando con intentos de escapar de ella, pero con el deseo inconsciente de ser atrapado por ella y reconducido a la diada simbiótica. Estos comportamientos son, sin duda, de fácil observación. Es especialmente evidente como niños de entre uno y dos años escapan, provocan ser perseguidos y atrapados y que regocijo les produce esto último.

La reflexión sobre los procesos de separación e individuación hace surgir la cuestión de si uno de ellos puede ser considerado la causa del otro. Planteado de otra forma: ¿Implica la individuación – desarrollo de la autonomía y de las funciones yoicas – que previamente se haya consumado un cierto grado de separación de la madre?, o por el contrario: ¿Presupone la separación que el niño ha avanzado suficientemente en su individuación? La dificultad en dar respuesta a estas preguntas permite suponer que se trata de dos procesos simultáneos que se influyen y se impulsan, o inhiben recíprocamente. En cualquier caso, ambos se sustentan en la comunicación entre madre e hijo, que, como menciona Spitz, experimenta un salto cualitativo con la constitución del segundo “organizador” del desarrollo psíquico, es decir, alrededor de los ocho meses con la aparición del miedo al extraño.

Este giro evolutivo implica, entre otras cosas, la capacidad del niño para entender los gestos maternos, para matizar sus propias manifestaciones afectivas, hasta entonces más bien descargas de tensión indiferenciadas, para establecer una comunicación basada en el juego con la madre; igualmente la capacidad de comprender órdenes y prohibiciones. Hasta el mencionado momento, las comunicaciones de la madre tenían el carácter de percepciones táctiles, por las cuales se le impedía o permitía al lactante hacer algo, pero, a partir de entonces, el niño podrá entender a distancia algunos mensajes maternos. Esta transición de la comunicación por contacto físico a la comunicación a distancia adquirirá gran importancia cuando el niño, al final del primer año de vida, tenga una cierta independencia al poder erguirse y caminar.

El progreso madurativo que significa erguirse y caminar conlleva para la madre la necesidad de intensificar la comunicación gestual, primero, y verbal, después, sustituyendo así paulatinamente la acción inmediata de evitación. La relación objetal entre madre e hijo experimenta una profunda transformación: si hasta entonces la madre podía decidir con relativa tranquilidad acceder o no a los deseos de su hijo, ahora, se ve desbordada por el incremento de la actividad del niño, potenciada por su mayor autonomía. Podría afirmarse que mientras el niño pasa de una posición pasiva a una decididamente activa, la madre hace el camino inverso, ya que, más que actuar, tiene que reaccionar a las imprevisibles iniciativas de su hijo.

No obstante, una vez adquirida la autonomía, transcurrirá algún tiempo hasta que el niño entienda y atienda las prohibiciones gestuales o verbales de la madre, por lo que ésta deberá seguir impidiéndole actos no adecuados por medio de su intervención física inmediata. Y ello no se debe, como hace notar Spitz, a que el niño no esté acostumbrado desde los primeros meses de vida a ver los gestos maternos y escuchar su voz. Los cuidados que la madre dispensa al niño los suele acompañar con un monólogo, al que el hijo responde frecuentemente con un balbuceo y monosílabos. Este intercambio verbal se caracteriza por la carencia de contenido e intención comunicativos, se trata más bien de una declaración afectiva. Poco a poco, el niño asociará la intervención física de la madre, a la que acompañan gestos y palabras, con estos últimos, que, después de algún tiempo, serán suficientes para evitar una acción. Este hecho implica, por una parte, que los gestos y las palabras han adquirido un contenido concreto, que no poseía el diálogo afectivo precedente entre madre e hijo, y, por otra, la aceptación por el niño de la voluntad materna, lo cual estaría condicionado al temor del niño a la pérdida del objeto de amor.

Ahora bien, el que el niño asuma la voluntad materna y renuncie a la propia no significa que lo haga de buen grado. Precisamente, en la fase de su desarrollo en la que empieza a desplegar su actividad, el niño se ve forzado a regresar a una etapa de pasividad. Esta frustración desembocará en una sensación de displacer que provocará, como dice Spitz, la agresión del ello. La huella mnémica de la prohibición queda vinculada en el yo a un contenido agresivo.

Siguiendo el razonamiento de Spitz, el niño se encontraría entonces en una situación conflictiva: entre el deseo de desplegar su actividad y la orden de regresar a la pasividad, entre el displacer y la agresividad. Para salir de este dilema paralizante, el niño hará uso de un mecanismo de defensa acorde con su fase evolutiva: la identificación con el agresor.

El niño imitará el movimiento negativo de cabeza y la palabra “no” con los que la madre impone sus prohibiciones. Este gesto y este vocablo, que el niño usará con frecuencia, al principio también para prohibirse algo a si mismo, serán en realidad una agresión encubierta hacia la madre, pero que en el segundo año de vida se manifestará abiertamente en la tozudez característica de dicha fase de desarrollo.

El movimiento negativo de la cabeza y la palabra “no” a él asociada representan para Spitz una señal evidente de la constitución del tercer “organizador” del desarrollo psíquico. Hasta entonces, el niño expresaba su rechazo a algo con un intento de huida, de separación física de la madre, al principio empujando con los brazos contra el cuerpo de ésta. Ahora puede manifestar su afecto negativo a distancia, esto significaría la sustitución de la acción por el diálogo. Pero, además, el vocablo “no” representa la negación, producto, a su vez, de la capacidad de juicio, ya adquirida a los ocho meses con la aparición del segundo “organizador”, el miedo al extraño al no coincidir su semblante con el esperado de la madre. La relevancia del tercer “organizador” radica en que marca el comienzo de la simbolización. El “no” es el primer concepto abstracto, resultado, según Spitz, de la capacidad de sintetización del yo y del desplazamiento de energía agresiva.

Al ser el movimiento horizontal de la cabeza una manifestación de la negación casi universal (Spitz admite que existen culturas en las que este gesto no tiene este significado), este autor busca sus orígenes en el desarrollo ontogenético y hasta en la evolución filogenética. Al respecto, investiga los comportamientos del niño desde sus primeros días de vida, esperando encontrar un fenómeno análogo al movimiento negativo de la cabeza.

Los mamíferos nacen provistos del denominado reflejo de succión u orientación, que se manifiesta, cuando se toca con el dedo el “morro” de un animal recién nacido, en un giro de la cabeza y en la apertura de la boca buscando introducir en la misma el objeto que lo ha tocado. El lactante humano busca con movimientos oscilantes de la cabeza de un lado a otro y con la boca abierta el pezón que le alimenta. La destreza que adquiere el niño en los primeros meses y la mejora de su capacidad visual hacen que alrededor del tercer mes no necesite realizar estos movimientos de rotación con la cabeza para encontrar el pezón. Sin embargo, la rotación de la cabeza reaparece alrededor del sexto mes cuando el niño, una vez saciado, quiere apartarse del pecho materno. Lo sorprendente de esta reaparición es que este movimiento de la cabeza tenga ahora un significado negativo, el rechazo del pecho, mientras que durante las primeras semanas pretendía un acercamiento, es decir, expresaba algo positivo.

El movimiento rotatorio horizontal de la cabeza pasa, como destaca Spitz, de ser un automatismo innato a constituirse en un elemento de comunicación entre dos sujetos. Nada más nacer y hasta aproximadamente el sexto mes de vida, este movimiento está al servicio de la búsqueda de alimento, es decir, es un comportamiento de acercamiento y, por tanto, positivo y afirmativo. Después del mencionado mes, el niño con dicho movimiento rechaza el pecho cuando está saciado, lo que equivaldría a una negación. Finalmente, alrededor de los quince meses, el mismo movimiento estará al servicio de un concepto abstracto, la negación, y tendrá el carácter de comunicación.

Llegado a este punto, Spitz indaga sobre el prototipo motor arcaico del movimiento de asentimiento asociado al “si”. El mismo no existiría en el momento del nacimiento y se desarrollaría a partir del tercer mes de vida, pero, igual que el movimiento rotatorio de la cabeza correspondiente al “no” estaría estrechamente vinculado a la ingestión del alimento. Experimentalmente se puede comprobar que si a un niño que está siendo amamantado se le retira el pezón moverá la cabeza a lo largo del eje vertical – gesto idéntico al de asentimiento – para intentar recuperarlo. Sin embargo, como se mencionó, este movimiento aparece a partir de los tres meses, una vez que la musculatura de la nuca se ha desarrollado. Al contrario que el movimiento del que se sirve el gesto negativo, que en su origen era de aproximación y afirmación, el movimiento en que se apoya el gesto afirmativo mantiene su significado original en el transcurso del desarrollo.



BIBLIOGRAFIA
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Mahler, Margaret S. Die psychische Geburt des Menschen
Pine, Fred (El nacimiento psíquico del hombre)
Bergmann, Anni Fischer Taschenbuch Verlag,
Frankfurt am Main, 1978

Spitz, René A. Die Entstehung der ersten Objektbeziehungen
(La formación de las primeras relaciones objetales)
Ernst Klett Verlag, Stuttgart, 1973

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