viernes, 2 de octubre de 2009

OMNIPOTENCIA Y SENTIDO DE REALIDAD

Admitiendo que la evolución de las especies es un continuo, lo que se vería confirmado por las similitudes del genoma de especies distantes en la cadena evolutiva, no parece arriesgado extender esta suposición de continuidad al propio desarrollo del hombre.

Esto significaría que hasta las funciones psíquicas más complejas estarían sustentadas, en último término, por una base biológica, por reacciones bioquímicas generadoras de energía en constante transformación. Esta energía produciría diversas manifestaciones, físicas y psíquicas, que se extinguirían en el momento en que el organismo como sistema dejase de funcionar. Freud considera probable que la sexualidad, y con ello la conservación de la vida individual y de la especie, emana de tales procesos, para cuya descripción él los sustituyó por fuerzas psíquicas (Introducción al Narcisismo ).

Sin embargo, algo que, a todas luces, desde una estricta observación de la realidad, debería parecer evidente es frecuentemente rechazado, como lo demuestra el hecho de que todas las culturas han hecho grandes esfuerzos en escindir al ser humano en una parte corpórea, perecedera, y otra espiritual e inmortal. Como además se insiste en que esa dualidad constituida por cuerpo y espíritu es prerrogativa exclusiva del ser humano, se niega implícitamente la muy plausible continuidad en el proceso de evolución de las especies. Estos hechos harían pensar que el individuo se resiste a aceptar plenamente su dependencia del mundo exterior, intentando superarla por la idea omnipotente de la inmortalidad en detrimento del sentido de realidad.

Resulta curioso que, por una parte, no se ponga en duda y se aplique en la educación que el aparato psíquico, y con ello el individuo, necesita para desarrollarse las frustraciones emanantes de la realidad, lo que implica la aceptación de la misma, y, por otra, que en determinadas situaciones se haga prevalecer la idea, el deseo y el pensamiento sobre dicha realidad, como si por el simple hecho de desear algo se modificasen las condiciones ineludibles del mundo exterior. No obstante, desde un punto de vista psicoanalítico esta omnipotencia del sentimiento y del deseo no es en absoluto sorprendente, pues el inconsciente no conoce la contradicción basada en la lógica consciente.

La omnipotencia más absoluta sería no necesitar nada ni de nadie, implicaría ignorar por completo el mundo exterior y sus limitaciones Según la hipótesis de Freud sobre el desarrollo del aparato psíquico (Proyecto de una Psicología para Neurólogos), sólo habría verdadera omnipotencia si el principio del placer fuera el único mecanismo regulador de la vida psíquica y el sistema primario se bastase para asegurar la supervivencia del individuo, es decir, si la descarga inmediata de tensión fuera efectiva, lo cual sólo tendría lugar en el caso de estímulos externos. Pero desde el momento en que el aparato psíquico se ve obligado a elaborar estímulos endógenos, para cuya descarga real necesita el objeto externo, empezaría el declive de esta omnipotencia primaria.

Podría afirmarse que el desarrollo del aparato psíquico, la instauración del proceso secundario, implica un paulatino desmantelamiento del sentimiento de omnipotencia. Esta evolución comenzaría ya en el momento del nacimiento. Según Freud, la emergencia de una necesidad vital (p.e. hambre) provocaría una excitación endógena de la que el individuo intentaría deshacerse, conforme al funcionamiento del sistema primario, por medio de una acción motora. El niño que tiene la sensación displacentera del hambre, grita y patalea para anularla. Sin embargo, al ser la excitación producida por el hambre continua y no momentánea, la situación de tensión no experimentará ninguna modificación. Sólo cuando la intervención de la madre, aportando alimento, tenga lugar, podrá ser eliminado el estado de excitación. Esta experiencia de satisfacción irá acompañada de la percepción del alimento que dejará una imagen en el aparato psíquico. A su vez, esta imagen quedará asociada a la huella mnémica producida por la excitación endógena del hambre. Gracias a esta asociación, cuando de nuevo aparece la necesidad, ésta ya no será simplemente una excitación orgánica, como la primera vez, sino que desencadenará una excitación psíquica que catectizará la imagen de la primera percepción y reproducirá la situación de la primera satisfacción. Freud afirma que es precisamente esta excitación psíquica lo que denominamos deseo; la reaparición de la imagen de la primera percepción (e.d., la imagen del alimento) constituiría su satisfacción; el camino más corto para obtenerla transcurriría por la catectización de la imagen perceptiva por medio de la excitación de la necesidad.

Este sería, según Freud, el punto de partida del desarrollo del aparato psíquico. En este punto inicial, el deseo desemboca en una alucinación, la actividad psíquica se basaría en
una identidad de percepción, es decir, se reactivaría la percepción asociada a la satisfacción de la necesidad. Pero la identidad de percepción significa que la energía desplegada por la excitación endógena no ha encontrado una salida en la motilidad para buscar la identidad con un objeto en el mundo exterior, sino que ha regresado al polo perceptivo y catectizado la imagen del primer objeto de satisfacción. La necesidad no podrá ser satisfecha, lo que forzará al aparato psíquico a abandonar esta vía de funcionamiento primaria a favor de otra más adecuada. Se podría vislumbrar aquí ya el advenimiento del principio de realidad y, con ello, la instauración del proceso secundario. Esto implica que a la energía psíquica proveniente de la excitación endógena se le impida la regresión y, así, pueda ser utilizada más adecuadamente, lo cual conlleva una serie de aproximaciones del pensamiento hasta conseguir la identidad de percepción con el objeto externo, es decir, es necesario dar un rodeo hasta conseguir la satisfacción del deseo, al contrario de lo que sucedía con la satisfacción alucinatoria. Desde el punto de vista del modo de funcionamiento del aparato psíquico, estas modificaciones significan pasar de permitir que la energía de la excitación circule libremente, como sucede en el proceso primario, a inhibir dicha libre circulación, propiciando su acumulación y aumento del nivel de tensión antes de dejar que desemboque en una acción motora, como tiene lugar bajo el régimen del proceso secundario.

Del proceso descrito anteriormente se desprende, por una parte, que el sistema primario tiende a la regresión obteniendo así una satisfacción alucinatoria y, por otra, que la inhibición de dicho automatismo es la que propicia la satisfacción real. Sería, pues, esta función yoica - la inhibición - la que permite la transición hacia el sistema secundario al facilitar la diferenciación entre percepción y recuerdo. Pero para que se pueda establecer esta distinción – entre percepción y recuerdo – es necesario que se produzca un signo de realidad.

En el Proyecto de una Psicología para Neurólogos, Freud formula una hipótesis acerca de cómo las catexias del recuerdo, por una parte, y de la percepción, por otra, son diferenciadas. Mientras que el signo de realidad derivado del exterior, de la percepción, aparece siempre, independientemente de la intensidad de la catexia, el producido por la catectización del recuerdo sólo emerge si posee una elevada intensidad. Es aquí donde actúa la inhibición desplegada por el yo para mantener la intensidad de la señal del recuerdo lo suficientemente baja y así impedir que emita un signo de cualidad. Por tanto, el criterio diferenciador es suministrado por la inhibición llevada a cabo por el yo.

La omnipotencia podría considerarse como la máxima expresión del principio del placer. Al enfrentarse éste al principio de realidad en el devenir del desarrollo del aparato psíquico, se pondrá de manifiesto la incompatibilidad entre la omnipotencia y el sentido de realidad, cuyo desarrollo sólo será posible a costa de aquélla.

Según Freud, el sentimiento de omnipotencia sería una ficción. Ferenczi, sin embargo, considera que dicho sentimiento podría tener una base real en la vivencia intrauterina (Desarrollo del Sentido de Realidad y sus Estadios). En esta fase, el organismo estaba exento de tensiones, ya que sus necesidades vitales eran satisfechas de forma continua por medio del cordón umbilical; la tensión física emanante de la necesidad no podía, por tanto, acumularse hasta el umbral necesario para constituirse en una tensión psíquica que hiciera necesaria una descarga; este sería el estadio de omnipotencia completa en el que el deseo no existiría.

La presunción de que ya la vivencia intrauterina deja en el organismo huellas imborrables estaría en consonancia con el principio de continuidad que parece regir en todo lo concerniente a la evolución de las especies. Sería, entonces, lícito, suponer, según Ferenczi, que el sentimiento de omnipotencia no es simplemente una ficción, sino que se basaría en un movimiento consecuente del organismo a regresar a una realidad vivida y, además, más placentera que la nueva que se le ofrece en el momento del nacimiento.

Al carecer el recién nacido de recursos para sobrevivir en esta nueva realidad, el estrecho vínculo con la madre, que intuitivamente adivinará sus necesidades casi en el mismo momento de emerger las mismas y las atenderá de inmediato, le permitirá mantener la ilusión de que su deseo se realiza por el simple hecho de imaginar su satisfacción. Una vez satisfecho el deseo, el niño retorna inmediatamente a una réplica de las condiciones de vida en el útero: el sueño, para sustraerse a los estímulos de su nueva realidad. Este movimiento regresivo hacía la realidad perdida se repetirá periódicamente a lo largo de la existencia humana en el fenómeno del sueño. Esta fase, que Ferenczi denominará de omnipotencia alucinatoria mágica, tiene su expresión filogenética en las prácticas de los pueblos primitivos que, según Freud ( Tótem y Tabú ), constituye la primera fase del desarrollo cultural. El hombre primitivo estaba convencido de que la fuerza de sus ideas, sustentadas por rituales adecuados, era suficiente para producir el efecto deseado (p.e. la lluvia) en el mundo exterior. De la misma forma que las huellas mnémicas que una vez se grabaron en el inconsciente del individuo son perdurables, las huellas filogenéticos no se pierden en el transcurso de la evolución de la especie. Por ello, no resulta extraño que el hombre contemporáneo siga sirviéndose de prácticas mágicas para realizar sus deseos. Expresiones como “toca madera” para prevenir un mal, la creencia en el denominado “mal de ojo” para causarlo, o la bendición de la oblea y el vino para transformarlos en carne y sangre son indicios de que la omnipotencia del pensamiento puede fácilmente imponerse al sentido de realidad.

No obstante, en un determinado momento el hombre primitivo empezaría a dudar de la efectividad de sus prácticas mágicas al carecer de resultados, teniendo, entonces, que admitir la existencia de un mundo que se resiste a sus deseos. Sería ésta una situación comparable a la del niño que hace la experiencia de que sus necesidades no son satisfechas inmediatamente, que ello depende de la intervención de la madre a quien tiene que dirigir su demanda, primero, por medio de gestos y, después, articulada en el lenguaje. Esta vivencia le obligará a escindir su mundo, hasta ese momento unitario, en un “yo” y en un “no-yo”, en un mundo interno, constituido por sus sentimientos, deseos y fantasías, y en un mundo externo, el de las percepciones y los objetos. A este último –al mundo externo -, no obstante, le atribuirá cualidades que le son familiares, es decir, proyectará sus sentimientos y deseos hacia el exterior, y se imaginará los objetos externos en analogía a sus órganos y actividades. De esta forma se establecen relaciones perdurables entre el cuerpo y el mundo de los objetos, se inicia el proceso de simbolización consistente en la representación de un objeto por otro. Esta sustitución que, en el primer momento se desarrolla en el campo de las imágenes, se ampliará al nivel abstracto del lenguaje, lo que permitirá al niño articular mejor sus deseos cada vez más complejos. Lacán llegará a afirmar que el lenguaje está presente desde el mismo instante del nacimiento, ya que las redes sociales y lingüísticas son preexistentes.

Sin embargo, el reconocimiento de la existencia de un mundo externo y de que necesita de la asistencia de la madre para satisfacer sus deseos no será suficiente para que el lactante decida renunciar a su omnipotencia. El hecho de que haya un objeto externo al que puede dirigir su demanda que se ve atendida con cierta prontitud es interpretado como que dicho objeto tiene un poder del que él puede servirse, es decir, parte de la omnipotencia del niño se habrá desplazado al objeto exterior. Desde un punto de vista filogenético, sería este el momento en que el hombre primitivo busca el apoyo de los espíritus para satisfacer sus deseos. Estos - los espíritus – serían una parte escindida de él y proyectada hacia el exterior, podría casi decirse que surgen como consecuencia de un mecanismo de defensa contra el impacto que la muerte – hecho inabarcable – produce en los supervivientes, como afirma Freud (Animismo, Magia y Omnipotencia de las Ideas). La invocación de los espíritus no tendría, por tanto, el carácter de ruego a una instancia ajena, sino de demanda a una parte del individuo escindida y proyectada hacia el exterior.

Es probable que la decepción causada por la escasa eficiencia de las prácticas derivadas de esta fase animista de la concepción del mundo (Weltanschauung) hiciera al individuo de nuevo dudar sobre el alcance de su poder sobre el mundo exterior. Sin embargo, estas dudas no condujeron a un reconocimiento de su propia insignificancia, sino más bien a la búsqueda de un objeto exterior en el que depositar su anhelo de omnipotencia. Sería este el momento del nacimiento de las religiones, de la aparición de los dioses, a los que cede su sentimiento de omnipotencia; pero, como dice Freud, sólo aparentemente, pues se reserva el derecho a influir sobre ellos en el sentido de sus deseos, instituyendo prácticas invocatorias que recuerdan a las mágicas del animismo. Sería una situación análoga a la del niño que, en un momento determinado de su desarrollo, se ve obligado a reconocer que no puede obtener favores de su madre únicamente exigiéndolos, sino que tiene que atenerse también a la observancia de ciertas reglas de comportamiento, que el amor de su madre no es incondicional. No obstante, podrá seguir manteniendo el sentimiento de omnipotencia con sólo someterse a los condicionamientos impuestos por la educación.

Al ser los dioses, al igual que los espíritus, el producto de proyecciones del psiquismo humano, serían éstos indefectiblemente portadores de los mismos sentimientos y cualidades de los hombres, de sus pasiones y conflictos. Esta semejanza sería poco apropiada para dotar a los dioses de esa aureola de omnipotencia absoluta anhelada por el hombre y que, al reconocer no poseerla el mismo, debería seguir existiendo en algún lugar fuera de él. El monoteísmo sería, entonces, la respuesta a este anhelo irrenunciable; el dios único sería un ser más deshumanizado y poderoso, un ser idealizado. El hombre despojará a su nuevo dios de la sexualidad, presente en las representaciones divinas del politeísmo, pero no tendrá inconveniente en permitirle seguir siendo cruel y vengativo. Si bien en la figura de Jesucristo parece realizarse una renuncia a la crueldad y la venganza, su influencia no deja de ser limitada al estar supeditada al poder del Padre al que deberá suplicar (“Padre perdónalos, pues no saben lo que hacen”). Sin embargo, la concentración del poder en un solo dios no cambiará sustancialmente el sentimiento de omnipotencia del hombre que seguirá teniendo plena confianza en su capacidad de influir en su favor en las decisiones divinas, para lo cual seguirá sirviéndose de análogos rituales de carácter mágico en los que la omnipotencia de las ideas mantendrá su vigencia.

Bastaría recordar alguna de las frases que el hombre religioso de nuestros días lleva grabadas en su memoria para vislumbrar la gran resistencia que el ser humano ofrece a abandonar totalmente la creencia de que la idea es omnipotente. Al respecto, parece esclarecedor el dicho “la fe puede mover montañas”. El hecho de que raras veces las mueve podría dar lugar a que el hombre religioso cayera en la tentación de dudar de la omnipotencia divina. Ante ello, preferirá conformarse con que “los caminos del Señor son inescrutables”, renunciando a abarcar y comprender el funcionamiento de los designios divinos y admitiendo, así, tácitamente su limitada capacidad, pero dejando intacta la omnipotencia divina en la que él sustenta la suya. Este ejercicio de humildad no es ciertamente la peor elección, pues si despojase el hombre a Dios de su omnipotencia, habiendo experimentado él ya su insignificancia e indefensión en el mundo que le rodea, quedaría en un estado de total abatimiento.

No obstante, algunos humanos se arriesgaron, si bien primero tímidamente, a dar ese “salto al vacío”, pero sólo después de comprobar que su intelecto orientado hacia el mundo exterior, hacia la realidad, podía proporcionarles algunas respuestas a preguntas hasta entonces envueltas en el misterio. Fueron, por decirlo así, desvinculando su anhelo de omnipotencia de la tutoría divina, buscando, al mismo tiempo, apoyo y confirmación en el poder que parecía poseer su intelecto, lo cual, por otra parte, era perfectamente justificable, ¿pues no se había dicho que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios? ¿No sería deshonrar al Creador no hacer buen uso de las facultades conferidas?

Este momento “estelar” de la humanidad significó el advenimiento de la ciencia y, al mismo tiempo, el desplazamiento paulatino de la religión; también podría decirse de forma un poco irreverente: la sustitución de las “batas negras” por las “batas blancas”. Podría interpretarse este hecho en el sentido de que el hombre ha conseguido combinar adecuadamente su sentimiento de omnipotencia con el sentido de realidad, de que su omnipotencia no se sustenta en fantasías, sino en consecuciones en el mundo real. Esto implicó una modificación fundamental en la visión del mundo, ya no se trataba de un mundo estático dominado por un saber predefinido e inamovible, sino de un mundo dinámico en que el saber era relativo y sujeto a constantes modificaciones.

Parecería que esta nueva concepción del mundo tendría que hacer emerger un individuo nuevo liberado de ataduras ancestrales. Sin embargo, no conviene olvidar que las profundas huellas psíquicas que formaron el inconsciente tienen un carácter perenne, siguen latentes y aprovechan cualquier oportunidad para imponer sus leyes: recuperar la omnipotencia absoluta por medio de la regresión a etapas evolutivas aparentemente superadas. La expansión de la ciencia y sus impresionantes logros propiciaron que el hombre retrotrajese hacia si la parte de omnipotencia que había delegado en las instancias divinas, que le hicieran sentir que se basta a si mismo para realizar sus deseos en el mundo real. Esta euforia de omnipotencia desencadenada por la confianza en su capacidad intelectual podría propiciar una regresión del individuo a su posición infantil, pero ahora con motivo justificado y sustentada por el mundo exterior. No obstante, siendo el objeto de la ciencia el universo entero y, por tanto, inabarcable, a medida que avance el conocimiento científico el abismo de lo desconocido será cada vez mayor. Ante dicho abismo, el hombre volverá a sentir su insignificancia e indefensión; de forma análoga a como sucede en el trastorno bipolar, a la euforia seguirá la depresión y el abatimiento.

Ante esta nueva frustración, el individuo podría reaccionar según el modelo filogenético incorporado a su inconsciente: antes de renunciar totalmente a su omnipotencia intentará desplazar parte de ella a un Ente supuestamente todopoderoso, dando paso, así, nuevamente al sentimiento religioso. Sería este un mecanismo de defensa que le permitirá recuperar un mínimo de estabilidad interna. Esta especulación parece verse corroborada por los casos de científicos que en un momento determinado de su vida volvieron al seno de la religión.

Pero si bien se puede partir del supuesto de que las huellas filogenéticas son comunes para todos los miembros de la especie, también es evidente que, ante la misma vivencia de frustración, las reacciones individuales no son idénticas, lo cual habría que atribuírselo al nivel individual de tolerancia a la angustia, derivado, por otra parte, del particular desarrollo ontogenético. Cuanto mayor sea este nivel de tolerancia menor será presumiblemente la tendencia a la regresión y, por tanto, a la omnipotencia.

No carece de cierta ironía que la ciencia, basada en el desarrollo del sentido de realidad, con su dinamismo expansivo, pueda conducir al hombre moderno a un estado de desconcierto e indefensión que recuerda, en cierto modo, la situación del hombre primitivo. Sin embargo, esta paradoja es sólo aparente, pues los logros científicos y tecnológicos constituyen un acicate para la omnipotencia latente e impulsan al individuo a ignorar los límites que le impone la realidad, haciéndole vislumbrar como realizables proyectos que quizá nunca puedan llegar a serlo. Habría que suponer, en este caso, que se ha producido un desequilibrio entre el sentido de realidad y el sentimiento de omnipotencia.

La omnipotencia sería comparable a una energía que desde el sujeto se desplaza a objetos externos y de éstos puede regresar nuevamente a su origen. El individuo realizará estos desplazamientos para asegurarse ese sentimiento que le defenderá contra la angustia. La ubicación de la omnipotencia se mantendrá siempre que el individuo aprecie o crea percibir que tal ubicación produce las modificaciones de la realidad que el pretende. Cuando el hombre se convence de que sus plegarias no tienen efecto apreciable en las cosechas, desplazará la omnipotencia de las instancias divinas hacia su intelecto, hacia la ciencia.

Al respecto, este transitar de la omnipotencia del sujeto a los objetos y viceversa, a niveles filogenéticos y ontogenéticos, sería comparable al que realiza la libido en el transcurso del desarrollo de la sexualidad. En la fase autoerótica, el niño disfruta de una omnipotencia libidinal absoluta; en la fase narcisista, se ha reducido dicha omnipotencia, pues necesita su imagen, necesita el espejo o el mundo exterior que le confirme su belleza; cuando hace elección de objeto, ya habrá desplazado parte de su libido a un objeto externo; en el enamoramiento, la habrá desplazado totalmente; en el desengaño amoroso, la libido regresará al sujeto para reconfortar su narcisismo.

Lo anterior desvela que el sentimiento de omnipotencia está también presente en el ámbito de la sexualidad, si bien sus manifestaciones más palpables tienen lugar en relación con las pulsiones del yo o de autoconservación, exteriorizadas en la pretensión de dominio del mundo exterior. Habría que suponer, por tanto, que el sentimiento de omnipotencia es inherente a las pulsiones de vida – pulsión sexual y del yo -, sería una manifestación del constante empuje de la pulsión y, como esta última, sólo se extinguiría con la muerte. No obstante, resulta difícil vislumbrar en la acción de la pulsión de muerte signos de omnipotencia, pues su efecto destructivo parece más bien apuntar hacia la anulación de toda pretensión de dominio. Sin embargo, podría argüirse al respecto que la muerte también implica la omnipotencia absoluta al haber conseguido la anulación del deseo.

Siendo el deseo, según Freud, una excitación psíquica producida por la imagen de la primera percepción y la reproducción de la primera satisfacción, éste no podrá encontrar en la realidad el objeto que lo satisfaga plenamente. ¿No podría ser esta insatisfacción la causa de que el aparato psíquico tienda constantemente a regresar a aquella fase en que la omnipotencia era absoluta, en la que el deseo todavía no se había constituido como mecanismo? El fallo del deseo en reencontrar en la realidad el objeto alucinado estaría, entonces, íntimamente vinculado al sentimiento de omnipotencia. Ambos – el deseo y el sentimiento de omnipotencia – serían inextinguibles, pues no encontrarán nunca lo que buscan, serían las fuerzas motoras que impulsan al individuo hacia ninguna meta y hacia todas.

Conscientes de este potencial energético, las religiones han intentado siempre ponerle límites al considerarlos un obstáculo hacia la felicidad. No ceder al empuje del deseo y la humildad, la renuncia a la omnipotencia, han sido declaradas virtudes. El budismo representa, en este empeño, la opción más extrema: la total anulación del deseo. Pero, ¿No significaría ello acceder al mismo tiempo a la total omnipotencia, a aquélla que existió antes de la constitución del deseo, cuando no se necesitaba nada ni de nadie?






B I B L I O G R A F I A
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Ferenczi, Sandor: Bausteine zur Pychoanalyse, Band I: Theorie
Ullstein Materialien, Nachdruck, Berlin, 1984
Freud, Sigmund: Proyecto de una Psicología para Neurólogos
Alianza, Madrid, 1974
Freud, Sigmund: Psychologie des Unbewussten
S. Fischer, Frankfurt am Main, 1975
Freud, Sigmund: Fragen der Gesellschaft Ursprünge der Religion
S. Fischer, Frankfurt am Main, 1974

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