viernes, 9 de octubre de 2009

EXTRAÑAMIENTO, DESPERSONALIZACIÓN, SENTIMIENTO DEL YO

Según Federn, tanto los autores que en el yo sólo veían una abstracción para delimitar sujeto y objeto como aquéllos que querían atribuirle una homogeneidad que le hiciese sustituto del alma o del espíritu se habían preocupado poco de investigar sus componentes. El rechaza ambas concepciones y considera de vital importancia la investigación de las estructuras yoicas, de la dinámica de sus elementos, de las relaciones de éstos con la pulsión, el inconsciente y lo corpóreo. En este contexto, surge la pregunta de si la líbido es sólo la energía que impulsa al yo o si es también la fuerza que contribuye a estructurarlo.

Perturbaciones psíquicas sobradamente conocidas por la psiquiatría como la despersonalización y el extrañamiento deberían haber despertado el interés de los psicoanalistas, en opinión de Federn, por una profunda investigación de las estructuras yoicas.

No obstante, estas patologías ya habían suscitado la atención de Freud, si bien él mismo reconoce que se encontraba ante un terreno envuelto en la oscuridad, lo que le impedía establecer juicios categóricos al respecto. A pesar de todo, se atreve a destacar dos características por él observadas en los fenómenos de extrañamiento y despersonalización. Por una parte, los mismos estarían al servicio de la defensa, tendrían como finalidad mantener alejados del yo elementos perturbadores, tanto provenientes del mundo exterior como de la realidad intrapsíquica. Por otra, existiría un vínculo con el pasado, con los recuerdos del yo de vivencias penosas.

En una carta al escritor francés Romain Rolland, Freud le relata la sensación de extrañamiento que le embargó al visitar la Acrópolis, algo que deseaba ardientemente desde su juventud. Sus sentidos le confirmaban sin lugar a dudas que él se encontraba allí, pero no se lo podía creer. Intenta encontrar una explicación a esta situación paradójica suponiendo que nunca había estado verdaderamente convencido de la existencia de la Acrópolis. No obstante, tiene seguidamente que admitir que sus recuerdos no le permiten sustentar tal hipótesis y sospecha que en lo que nunca había creído era en que él alguna vez tuviera la oportunidad de encontrarse frente a la Acrópolis. Freud atribuye esta modesta apreciación de sus oportunidades en la vida a sus orígenes relativamente humildes, lo que no estaría exento de un sentimiento de culpa que le impediría ser más que el padre.

Esta experiencia de Freud refleja la divergencia entre la percepción sensorial de un objeto y su asimilación afectiva íntimamente vinculada a su pasado. Cuando lo que resulta extraño es una parte del propio yo, nos encontraríamos ante un fenómeno de despersonalización. En ambos casos, se trataría de un intento de exclusión, en definitiva, de una negación de una realidad, ya sea interna o externa, para evitar un conflicto con afectos y vivencias sumergidas en el inconsciente. Por el contrario, en manifestaciones psíquicas como el déjà vu se intentaría incluir como experiencia vivida algo inexistente, consistiría en la sensación de que lo que ahora aparece o sucede ya tuvo lugar en el pasado, ya es conocido. En este fenómeno, Freud vislumbra el origen de la creencia ingenua en la reencarnación; el individuo ya habría tenido una o varias existencias anteriores.

Federn concedió especial importancia al estudio de estos fenómenos, tanto en su vertiente patológica – extrañamiento y despersonalización -, como en sus manifestaciones dentro de la normalidad. La opinión dominante acerca de su causalidad era la de atribuirlos a una pérdida de interés por los objetos, posiblemente como consecuencia de una frustración. Él opina que el origen de estas perturbaciones habría que buscarlo en una debilidad yoica debida a un déficit de líbido narcisista y no a una reducción de líbido objetal, como sostenían la mayoría de los psicoanalistas. Como prueba de su afirmación, aduce el hecho de que un individuo puede mostrar un intenso interés por objetos que siente como extraños. Siguiendo esta línea, no sería arriesgado suponer que un objeto extrañado, raro, pueda ejercer mayor atracción sobre el individuo que un objeto que le resulte familiar.

En cuanto a la hipótesis de que el extrañamiento tiene su origen en el yo, en su escaso investimiento con líbido narcisista y no en la retirada libidinal de los objetos, ya Freud, en la mencionada carta a R. Rolland, insinúa que su extrañamiento ante la Acrópolis podría estar vinculado a un cierto complejo de inferioridad que le impediría sentirse merecedor de tal ventura. Ahora bien, no considerarse a si mismo con derecho a una gratificación sin que exista una causa objetiva sería un indicio de baja autoestima, que, como afirma Kernberg, resultaría de que el “self” no ha recibido un adecuado investimiento narcisista. Podría concluirse, por tanto, que el extrañamiento de Freud ante la Acrópolis no se debió a una falta de interés, de líbido objetal, sino a una carencia de líbido narcisista, lo cual estaría en consonancia con las observaciones de Federn.

Admitiendo lo anterior y que extrañamiento y despersonalización son perturbaciones cercanas a la psicosis, en tanto que significan una cierta negación de la realidad, parece coherente la afirmación de Federn acerca de que la debilidad evidente del yo en la psicosis no es causada por un exceso de investimiento narcisista, sino, al contrario, por un déficit del mismo.

Por tanto, la alucinación y el delirio no representarían un intento fallido de restablecer un vínculo afectivo con la realidad, sino el fracaso del sentido de realidad, que precede a la pérdida del interés del yo por el mundo exterior y que es independiente de dicha pérdida. Ahora bien, para Federn, el sentido de realidad es una sensación que permite al individuo distinguir lo que pertenece a su yo de lo que le es ajeno, es decir, de lo relativo al no-yo, y que es independiente de la prueba de realidad, tal como la definió Freud. Como prueba de ello, Federn menciona que las alucinaciones y los delirios de pacientes psicóticos, al igual que los sueños de personas normales, son percibidos como reales sin que hayan pasado la prueba de realidad.

Si el funcionamiento del yo está tan estrechamente unido al adecuado investimiento con líbido narcisista, parece legítimo suponer, como hace Federn, que el narcisismo desarrolla una función fundamental en la formación de las estructuras yoicas. Mientras que Freud considera que en el momento del nacimiento sólo existe un ello y que el yo se constituye a partir de él por el contacto con el mundo exterior, Federn afirma que el sentimiento del yo está presente desde el comienzo de la vida y es anterior a cualquier contenido consciente, primero como sensaciones y después como representaciones. A este germen lo denomina la erogeneidad del yo, que ya existiría en la fase intrauterina como resultado de reacciones bioquímicas que luego, en forma de hormonas, sustentarían las funciones libidinales.

Partiendo de esta génesis biologicista del yo, Federn considera que esta instancia psíquica se va constituyendo en función de los estados por los que el individuo va pasando, por sus vivencias; éstas no son elementos dispersos, sino que forman una unidad en cuanto al tiempo, al espacio y a la causalidad.

Este sentimiento de unidad de vivencias, esta realidad de experiencias, es lo que para Federn constituye el yo, que deja de ser algo abstracto, pasando a ser una experiencia interna, un sentimiento del individuo. El sentimiento del yo es, en definitiva, lo que crea el yo, lo que delimita al yo del no-yo y transmite al individuo la sensación de ser una unidad.

Pero el yo es sentido en tanto que está investido con energía. Esta energía, sin la que no habría sentimiento del yo, procede, según Federn, de una amalgama de líbido y mórtido, de una combinación de las pulsiones de vida y de muerte.

El yo presenta, en la concepción de Federn, la paradoja de ser al mismo tiempo sujeto y objeto. Como sujeto, es portador de la consciencia, como objeto, es capaz de percibirse a si mismo. Como sujeto, aparece con investimiento activo, cuando piensa y actúa, pasivo, cuando busca estímulos, y reflexivo, cuando el investimiento revierte a su origen reflejándose en expresiones como “me quiero”, “me odio”. No obstante, el investimiento responsable del sentimiento del yo no correspondería a ninguno de estos tres aspectos; sería más bien un investimiento sin objeto que Federn denomina medial y que se manifiesta en frases como “crezco”, “vivo”, “envejezco”, “muero”.

No puede por menos de resultar sorprendente que, por una parte, Federn asume la dualidad pulsional de Freud – líbido, mórtido -, pero, por otra, parece indicar la existencia de una tercera fuente de energía, la medial, que cabría interpretar como anterior a las otras dos y consustancial al mismo origen de la vida en su fase embrionaria.

La manifestación primigenia de la líbido yoica sería precisamente la que corresponde al investimiento con energía medial y equivaldría al narcisismo primario, es decir, sin objeto. Este estado representaría la verdadera fuente del sentimiento de satisfacción del yo por el mero hecho de existir, crecer y vivir. Federn atribuye al investimiento medial, al narcisismo primario, el que la vida sea una experiencia agradable, en la que cuerpo y espíritu se funden. Toda función yoica albergaría algo de este narcisismo primario que permite al individuo disfrutar de si mismo. En el transcurso de la vida, se irían agregando intereses libidinales hacia objetos externos.

No es difícil reconocer en esta descripción la alegría del niño ejercitando las habilidades que va adquiriendo o la vivacidad de un animal sano. Es más, podría vislumbrarse en ella la aspiración de algunas filosofías orientales (budismo zen) de recuperar este estado perdido por la influencia de la cultura.

El yo, según Federn, más que una estructura sería una formación dinámica que el individuo percibe como un sentimiento de continuidad en el tiempo. Este sentimiento de unidad y continuidad no se caracteriza por su constante presencia, sino por ser recuperable cuando se interrumpe, como sucede diariamente al pasar del estado de vigilia al sueño y volver de nuevo a la vigilia. Pero también en este último estado, el sentimiento yoico ofrece intensidades diferentes dependiendo de la situación anímica del individuo, de su salud y hasta del cansancio físico. Estas variaciones son consecuencia de la mayor o menor carga libidinal de las fronteras yoicas, que son las encargadas de delimitar al yo del no-yo. Pero el yo no sólo es sentido con diferente intensidad, también su extensión es variable. Esto último es especialmente evidente en algunas patologías, así, por ejemplo, el individuo en posición maníaca siente su yo con una plenitud que echa de menos el depresivo, llegando a manifestarse este fenómeno en sensaciones corporales de ensanchamiento y encogimiento.

El proceso de formación del yo está íntimamente unido a la ampliación de sus fronteras, lo cual tiene lugar por la incorporación al yo de las representaciones de nuevas experiencias que atraviesan sus fronteras cargadas libidinalmente. Pero al mismo tiempo que se produce esta incorporación, el yo se satisface autoeróticamente con las nuevas funciones y representaciones. Esta satisfacción se hace evidente en la alegría del niño al ejercitar funciones de su propio cuerpo como las táctiles y motrices. Al respecto, Federn afirma que el yo se desarrolla bajo el placer de las experiencias con el cuerpo. Si bien la energía que impulsa este proceso es pulsional, es decir, procede del ello, es el yo la instancia que la encauza y dirige.

El sentimiento primario del yo incluye también el mundo externo. Esto significa, según Federn, que, en el estado de narcisismo primario, no existen objetos que no estén investidos con sentimiento del yo. Todo lo que busca satisfacción, por ejemplo, partes del cuerpo – sujeto de la líbido – y todo lo que la proporciona – objeto de la líbido – está investido, en su representación y corporalmente, por líbido yoica; todo forma parte del yo. La satisfacción libidinal y la función de autoconservación pertenecen al sentimiento yoico. Mientras la representación del pecho materno y el placer de la succión estén investidos con sentimiento del yo, el niño buscará el pecho para obtener placer y calmar el hambre. El pecho ya es algo deseado, pero sigue perteneciendo al sentimiento del yo. Sólo cuando el niño perciba el pecho como algo ajeno, cuando le retire el sentimiento del yo, podrá el pecho ser investido con una carga libidinal objetal. Sería este el momento en que cesa el dominio absoluto del narcisismo primario.

Al encontrarse el yo entre dos realidades diferentes, la psíquica y la externa, su adecuado funcionamiento depende del investimiento libidinal de las fronteras que lindan con ambas realidades. En una situación de equilibrio entre las cargas libidinales de las fronteras yoicas, el individuo tendrá un sentimiento de un yo cohesionado. Cuando este equilibrio se rompe por un mayor desinvestimiento de alguna de las fronteras, se hará evidente la existencia de un yo corpóreo y de un yo psíquico, que volverán a unificarse tan pronto como el equilibrio dinámico de los investimientos fronterizos se restablezca.

El sentimiento del yo corporal abarca, según Federn, la totalidad de los recuerdos que conciernen al cuerpo, pero no es idéntico con ellos, ni tampoco con el esquema corporal, sino que se expresa en la sensación proporcionada por el investimiento libidinal del aparato motor y sensorial. El desinvestimiento de dicho aparato hace que desaparezca el sentimiento del yo corporal, pero no anula las funciones motoras y sensoriales. Al dormirse, el individuo ya no siente su cuerpo, pero éste sigue siendo accesible a los estímulos. Si a una persona dormida se le aplica un estímulo – presión, calor – suficientemente fuerte, su atención se dirigirá hacia la zona afectada, lo que equivale a un investimiento de la frontera del yo corporal que pondrá fin al sueño y hará que se recupere el sentimiento del yo corporal.

Mientras que en el estado normal de vigilia el sentimiento del yo es el de una unidad cohesionada, al dormirse se produce un desdoblamiento del sentimiento del yo: el individuo deja de sentir su cuerpo, pero su mente sigue funcionando, las fronteras del yo psíquico no han sido desinvestidas como las del yo corporal. Los fenómenos oníricos hacen evidente este desdoblamiento del sentimiento del yo. En la anestesia profunda y en las fases en que el individuo dormido no sueña, se daría un desinvestimiento simultáneo de las fronteras corporales y psíquicas del yo.

La evidencia de un yo psíquico y de un yo corporal puede ponerse de manifiesto experimentalmente con las técnicas de relajación. El individuo concentra su atención paulatinamente en diversas partes de su cuerpo, consiguiendo así desinvestir sus fronteras corporales, y llega a sentir su cuerpo como una pesada masa amorfa sin límites. En este momento, habrá perdido su sentimiento del yo corporal, pero su yo psíquico seguirá investido libidinalmente conservando todas sus funciones. Por un simple acto volitivo, se podrá reinvestir las fronteras corporales recuperando, así, el sentimiento del yo corporal. Algunos maestros del yoga pueden conseguir el total desinvestimiento libidinal del cuerpo a excepción de los órganos de la respiración.

Dormirse, relajarse y, como indica Federn, desmayarse, cuando la pérdida del conocimiento sucede lentamente, permiten, sin lugar a dudas, diferenciar al yo psíquico del corporal. Pero también estados excepcionales, como el éxtasis, demuestran la existencia de estos dos aspectos del sentimiento del yo, que parecen sustentar la creencia en la dualidad del ser humano. Cuando la muerte ha privado al cuerpo de toda su energía libidinal y el sentimiento del yo corporal ha desaparecido, quedaría el alma –el yo psíquico -. El mito de la ascensión, el abandono del cuerpo por el alma, sería, según Federn, una representación de vivencias psíquicas proyectadas hacia el exterior.

Federn confiere al yo una dimensión libidinal, que va más allá de la consciencia y del saber del sujeto de que existe una instancia psíquica con ciertas cualidades y funciones. El yo sería una experiencia “sensual”, una sensación, un sentimiento. Establece, de esta forma, una clara diferencia entre consciencia del yo y sentimiento del yo. Cuando falta el sentimiento, el investimiento libidinal, queda sólo la consciencia del yo, que sería el saber que se tiene un yo, que se es un yo. Este estado es, para Federn, una manifestación patológica, reconocible en el extrañamiento y en la despersonalización.

Como se mencionó anteriormente, patologías que se manifiestan en un alejamiento de la realidad, como las citadas y, en especial, la psicosis, no tienen su origen en una pérdida de líbido objetal, de interés por el mundo exterior, sino en un déficit de líbido narcisista. Al respecto, Federn aducía que el individuo puede seguir interesándose por un objeto que le resulte extraño. Por otra parte, el sentimiento del yo, en un primer momento, incluye al propio yo y a su entorno; paulatinamente, el individuo va distinguiendo entre el yo y el no-yo, lo que significaría que los objetos se van desprendiendo del sentimiento del yo, pero conservarían una carga narcisista. Considerando que la formación del yo, según Federn, parece llevarse a cabo por la superposición de diversos estados yoicos y la asimilación de entorno con la consiguiente impregnación de líbido narcisista, podría entenderse que, cuando esto no ocurre, es decir, cuando el yo no disponía de una adecuada carga narcisista, el individuo tendrá hacia los objetos un interés puramente intelectual sin implicación emocional.

Partiendo de la hipótesis de que el ser humano al nacer está provisto de un narcisismo primario, es decir, según Federn, sin relación objetal alguna, el desarrollo del individuo pasa por una pérdida paulatina de su narcisismo primario, que se irá transformando en reflexivo al ser retroalimentado por las gratificaciones de los objetos. Podría también describirse este proceso como la búsqueda de un punto de equilibrio entre la subjetividad total y la objetividad absoluta. El niño representaría la subjetividad total, todo está impregnado de líbido narcisista. El individuo con trastornos graves de despersonalización estaría en el otro extremo, el de la objetividad absoluta, en la que todo le resulta extraño a su yo, en la que nada tiene una carga libidinal.

La concepción de Federn pone de manifiesto la intima interrelación de la líbido narcisista y de la líbido objetal y que la primera da origen a la segunda, pero también que ésta – la líbido objetal – alimenta a la primera, pero ya como narcisismo reflexivo. Desde esta perspectiva, la líbido narcisista no sólo sería la energía que contribuye a estructurar al yo, sino la que sustenta el mantenimiento de sus funciones a lo largo de la vida del individuo.



BIBLIOGRAFÍA
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Federn, Paul Ichpsychologie und die Psychosen
Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1978

Freud, Sigmund Psychologische Schriften, Freud-Studienausgabe IV

S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1970

jueves, 8 de octubre de 2009

LA IDENTIFICACIÓN: MECANISMO ESTRUCTURADOR DE LA PERSONALIDAD Y LA CULTURA

Hablar de mecanismos de defensa implica que alguien necesita protegerse de algo que le amenaza. En la vida psíquica, es el yo quien tiene que hacer frente a la angustia, a una sensación displacentera. Pero quizá habría que considerar que entre el yo y la angustia existe una reciprocidad: si bien es el rudimentario yo el que percibe una angustia difusa, será esta sensación la que le impulse a su progresiva diferenciación del ello y le permita ir descubriendo la amplitud de esta amenaza, forzándole a establecer estrategias para neutralizarla. Para conseguirlo, el yo se servirá de los mecanismos de defensa. La etapa evolutiva en la que se encuentre el individuo condicionará la prevalencia de algunos de estos mecanismos, no pudiendo excluirse su emergencia anacrónica en cualquier fase vital con los consiguientes efectos patológicos.

En un principio, Freud consideró que la tensión libidinal que no encuentra una descarga adecuada se transformaría en angustia, se trataría, por tanto, de un proceso físico sin componente psíquico. La angustia adquiriría un estatus independiente e inherente a todo ser humano en su obra Inhibición, Síntoma y Angustia. Sin aceptar plenamente la teoría del trauma del nacimiento de Rank, Freud admite que ya el recién nacido muestra una clara disposición a la angustia. No obstante, ésta no sería más intensa en el momento del nacimiento que en etapas posteriores, sino al contrario, se incrementaría paralelamente a la evolución psíquica, es decir, durante el proceso de diferenciación entre el yo y el ello. Al abandonar el niño su “refugio” intrauterino, su organismo recibirá el impacto de estímulos externos (frío, calor) e internos (hambre) que pondrían de manifiesto su incapacidad para reducir el grado de tensión y, por tanto, el displacer que le ocasionan. La asistencia de la madre mitigará el trauma que pudiera significar la entrada del recién nacido en el mundo, ya que se establecerá una cierta continuidad entre la cobertura de sus necesidades vitales en el útero materno y en el exterior. Sin embargo, esta cobertura no será ya automática, como en el útero, para que la misma tenga lugar, tendrá que intermediar la demanda. Y es precisamente esta demanda la que reflejará el desvalimiento del niño y su dependencia de la madre. Si es la presencia de la madre la que garantiza la satisfacción de sus necesidades vitales, no será ya preciso que dichas necesidades sean acuciantes para que la simple ausencia materna desencadene la señal de angustia. Se habría producido aquí un desplazamiento de la necesidad real - que todavía no es efectiva – al objeto que puede satisfacerla, algo se está anticipando, es decir, organizando, lo cual no puede ser más que obra del yo.

El yo percibe su dependencia de la madre para satisfacer sus necesidades vitales; la posibilidad de perder este objeto será motivo suficiente para hacer emerger la angustia. Una angustia real anclada en el mundo exterior. En el transcurso de su evolución, el yo adoptará una posición más activa y evitará actitudes que puedan conducir a dicha pérdida de objeto, para, finalmente, introyectar y asumir como propios los deseos parentales permitiendo la instalación de una nueva instancia psíquica, el superyó, que será igualmente una fuente de angustia, pero esta vez proveniente del interior. Pero a medida que el yo se va diferenciando del ello, pasando del proceso primario al secundario, atisbará en la fuerza irreductible de la pulsión un peligro que amenaza con desbaratar su organización. Parece lícito suponer que el yo debería percibir esta angustia pulsional como la más virulenta debido, por una parte, a su constante presión y, por otra, a la imposibilidad de llegar a algún tipo de “acuerdo” con la pulsión para que respete la organización yoica.

Si se admiten las afirmaciones de Freud de que ya el recién nacido muestra una clara disposición a la angustia y que ésta sólo puede ser percibida por el yo, no quedaría más remedio que aceptar una de las siguientes hipótesis: el yo surge por “generación espontánea” en el instante del nacimiento o el mismo ya existía antes de forma rudimentaria en la fase intrauterina. Si, por otra parte, la percepción de la angustia por el yo es la percepción de un cambio del entorno vital, dicha modificación sólo sería registrada por el yo si el mismo tuviera una referencia comparativa con un estado anterior. Esto presupone que el yo tendría que existir como instancia – por muy rudimentaria que fuera – antes del acto del nacimiento que es el primer desencadenante de la angustia. El mismo Freud intuye que entre la vida intrauterina y la del lactante hay más continuidad de la que la cesura del nacimiento permite suponer.

El recién nacido carece de la percepción de ser una unidad corporal; es un conjunto de piel y orificios que le proporcionan sensaciones. Será alrededor del octavo mes de su vida cuando, según Lacán, se identificará con una imagen que está fuera de él, y que puede ser su propia imagen en el espejo o simplemente la imagen de otro niño. Adquirirá, de esta forma, la conciencia de ser un cuerpo completo delimitado de su entorno. Lacán afirmará que este acto, que él denominó el estadio del espejo, significa para el niño el ingreso en el mundo humano del espacio y del movimiento, pero también su primera relación con un objeto completo. Pero siendo éste su propia imagen, se trataría de una relación narcisista. Casi simultáneamente, las palabras de la madre realzando las cualidades del hijo y su posición en relación con los demás miembros de la familia permitirán que se inicie el proceso de su identificación simbólica y su ingreso en el ámbito del lenguaje. Mientras que la identificación imaginaria puede asociarse al yo ideal y al sentimiento de omnipotencia infantil, la simbólica, es decir, como interpreta la madre esa imagen que el niño ha descubierto, pondrá los cimientos para la construcción del ideal del yo. La identificación simbólica transmitirá al niño como le ven los demás y lo que esperan de él. Estas identificaciones fortalecerán al yo y contribuirán a rebajar el nivel de angustia al establecer delimitaciones y relaciones entre el individuo y el mundo exterior.

Melanie Klein sitúa los procesos de identificación en los primeros meses de la vida. El niño guiado por impulsos sádico-anales introyecta el pecho de la madre en un intento de poseerlo y destruirlo. A este objeto parcial atribuirá todas sus sensaciones. Al no poder soportar la ambivalencia, tendrá que escindirlo en un pecho “bueno” y un pecho “malo” en los que poder ubicar sus vivencias positivas o frustrantes. Parece ser que este mecanismo de escisión del objeto parcial es decisivo para mantener la angustia a un nivel soportable al permitir separar el amor del odio. Los objetos parciales internalizados serán integrados en el yo, que ahora podrá expulsar hacia un objeto externo partes de si mismo en un proceso de identificación proyectiva; lo que haga el representante externo será vivenciado como actos del yo. Pero, al mismo tiempo, el niño se identificará con los objetos externos introyectándolos; en este caso, el yo percibirá sus actos como realizados por el objeto externo. La repetición de estos procesos de identificación proyectiva e introyectiva parece cumplir una función depuradora, pues cuando el individuo introyecta una realidad externa más tranquilizadora, mejora su mundo interno, lo cual a su vez por proyección modifica positivamente la imagen del mundo externo. Será posible, de esta forma, la creación de objetos internos totales, lo que pasará por la integración de objetos buenos y malos y, por consiguiente, por la aceptación de la ambivalencia.

El carácter ambivalente de la identificación es algo que ya Freud expresó con toda claridad en su obra Psicología de las Masas y Análisis del Yo y se reflejaría en la actitud hacia el objeto, que unas veces es de ternura y otras se plasma en el deseo de eliminarlo. La identificación estaría marcada por la fase oral de la organización libidinal, en la que el objeto estimado y deseado es incorporado por la boca y como tal destruido. Parece ser, dice, el caníbal se habría quedado en esta fase evolutiva. Pero seguramente no hace falta retroceder tanto en el tiempo histórico para encontrar una confirmación a esta hipótesis: el lenguaje cotidiano con expresiones como “está para comérsela” nos ofrece un testimonio bastante elocuente de que, por lo menos en este aspecto, el individuo contemporáneo no se ha distanciado excesivamente de sus antepasados. Al respecto, resulta sorprendente que la mencionada expresión sea - si no exclusiva, por lo menos preferentemente – utilizada por el sexo masculino. Más que a diferencias culturales entre hombre y mujer, habría que achacar esta peculiaridad a que la sexualidad masculina es más proclive al sadismo y la femenina más al masoquismo.

En la fase preedípica, probablemente por afinidad psicológica, el niño aspira a ser como su padre, establece un vínculo afectivo y se identifica con él en su totalidad. Simultáneamente, elige a la madre como objeto libidinal. Ambos vínculos, el identificatorio y el libidinal, coexistirán durante algún tiempo sin que se produzcan perturbaciones mutuas. No obstante, en el transcurso de la integración de los contenidos psíquicos propia de la evolución, ambas tendencias chocarán dando lugar al conflicto edípico. Los sentimientos del niño hacia el padre serán ambivalentes: por una parte, el cariño de la primera identificación y, por otra, la hostilidad resultante de su rivalidad con él por la madre. Ante esta situación, cabe la posibilidad de que el niño haga una reelección de objeto sustituyendo a la madre por el padre, del que esperaría satisfacción de su pulsión sexual: en lugar de querer ser como el padre, desearía poseerle. Si su ello es suficientemente fuerte, el niño sólo renunciará a la madre ante el peligro de castración, percibiendo al padre como una amenaza ante la que se sentirá impotente. No tendrá más remedio que aceptar su ley, pero se defenderá de la angustia introyectando rasgos y, sobre todo, actitudes de la persona por la que se siente amenazado. Pero estos rasgos y actitudes internalizados formarán una nueva instancia psíquica desgajada del yo, el superyó, que integrará también los deseos agresivos hacia la autoridad externa. No sólo se habrá producido una identificación con el agresor potencial – el padre -, sino que la agresividad hacia el yo se ejercerá desde el interior del individuo; el superyó asumirá el papel de agresor y su agresión se expresará en el sentimiento de culpa.

Cuando la identificación con el agresor está creando el superyó, está contribuyendo al dominio y regulación de la vida pulsional. No obstante, este mecanismo de defensa sirve también para enfrentarse a objetos del mundo exterior causantes de angustia. Anna Freud ( El Yo y los Mecanismos de Defensa ) verá reflejada esta función en los comportamientos y juegos infantiles. Según ella, el niño introyecta atributos y actitudes de la persona que le infunde miedo, pasa, por medio del juego, de una actitud pasiva a otra activa, transformando la angustia en una sensación de seguridad placentera. Esta combinación de introyección de rasgos del agresor y proyección de la agresividad hacia el exterior puede tener lugar también de forma preventiva, cuando el niño espera que sus actos o sus fantasías vayan a ser objeto de crítica por la autoridad exterior. En este caso, estaríamos ante un precursor del superyó: habría una percepción de la transgresión, pero en lugar de la culpa – que significa una agresión interna del superyó al yo – la agresividad se desplazaría hacia el objeto externo. Anna Freud supone que algunas personalidades podrían haberse quedado en esta fase evolutiva, lo que les haría reaccionar agresivamente ante la percepción de culpa. No obstante, esta idea ya había sido desarrollada por Freud ( Narcisismo, Duelo y Melancolía ) cuando describe el proceso de diferenciación entre el yo y el ideal del yo y afirma que el mismo es muy variable de un individuo a otro y que esta diferenciación frecuentemente en el adulto no alcanza niveles más altos que en el niño.

Para Anna Freud existe una cierta analogía entre los mecanismos de proyección y represión. Mientras que otros mecanismos de defensa como el desplazamiento, la transformación en su contrario o la vuelta contra si mismo inciden en el mismo proceso pulsional, la proyección y la represión impiden su percepción. En el caso de la represión, la representación intolerable es devuelta al ello, la proyección, por el contrario, la expulsa hacia el exterior. Parece ser que el niño ya en los primeros meses de su vida, antes de que entre en juego la represión, proyecta hacia el exterior actos y deseos que pueden ser peligrosos, desprendiéndose de ellos y achacándoselos a otra persona para que el posible castigo recaiga sobre ella.

En este uso de la proyección en combinación con la identificación podría encontrarse el fundamento del altruismo. Cuando un superyó excesivamente rígido ha forzado al yo a una renuncia pulsional sin que se produzca una represión, éste encontrará en el mundo exterior personas en las que “colocar” los deseos pulsionales a los que renunció. Se habrá producido una proyección de los deseos causa de la renuncia a otras personas y al mismo tiempo una identificación con ellas. Anna Freud denominará este proceso “cesión altruista”. El superyó altruista, que no tolera la satisfacción pulsional del propio yo, será sorprendentemente tolerante con la satisfacción del de las personas que han sido depositarias de los deseos prohibidos. No obstante, habría que considerar que detrás del altruismo se esconde una buena porción de egoísmo. El altruista se estaría beneficiando de la vida de otras personas; si bien es cierto que renuncia a la intensidad de una satisfacción pulsional directa, no lo es menos que está rehuyendo del conflicto psíquico inherente a toda acción vital. La inclinación hacia el altruismo permite suponer la existencia de un ello débil. Una mezcla de altruismo y egoísmo parece bastante evidente en la frecuente actitud de los padres que desearían ver realizados en sus hijos objetivos que ellos no lograron. Cuando, en este empeño, apenas se tienen en cuenta las posibilidades y preferencias de los hijos, podría afirmarse sin lugar a dudas que el egoísmo está imponiéndose.

La identificación puede tener lugar con el yo de la persona, como sucede en el niño con la madre y con el padre en los primeros meses de su vida, o con rasgos de estas personas, como se evidencia en la identificación superyoica con los designios parentales y en la identificación yoica del niño con actitudes de la persona a la que teme – identificación con el agresor -. El síntoma neurótico, como rasgo de personalidad, puede ser también indicio de una identificación. Al respecto, describe Freud el caso de la niña que rivaliza con la madre por el padre y, al tener que renunciar a su pretensión, adquiere la misma tos que la madre. O el caso de Dora que, al no poder satisfacer sus deseos libidinosos hacia el padre, se identificaría con su forma de toser imitándole; en este caso, la elección de objeto habría cedido a la identificación, si bien sólo parcial.
No obstante, una identificación a través del síntoma puede darse sin que exista una relación de objeto. Este sería el caso, descrito por Freud, de las muchachas que viven en un pensionado y que, al recibir una de ellas una carta amorosa frustrante que le causa un ataque histérico, todas se “infectan” del mismo ataque de histeria. Freud descarta que ello se deba a un sentimiento de compasión, ya que en este tipo de comunidades suelen predominar los sentimientos poco amistosos, sino a que las chicas se han colocado en la posición de la que recibió la carta y anhelarían tener también una relación amorosa. Este anhelo común sería el rasgo que desencadenaría la identificación por el síntoma.

La mencionada sustitución del objeto sexual por una identificación tiene especial relevancia en el origen de la homosexualidad masculina. El adolescente que tuvo una fuerte fijación con la madre, al concluir la pubertad, tendrá dificultades para llevar a cabo una nueva elección de objeto. En este momento evolutivo, puede ser que en lugar de abandonar a la madre se identifique, no sólo con algunos de sus rasgos, sino con la totalidad de su yo. Freud dice que entonces buscará objetos sexuales con los que sustituir a su yo, es decir, objetos a los que pueda querer y cuidar de forma análoga como su madre lo hacía con él.

Como en el caso de la homosexualidad masculina, el yo ofrecerá siempre resistencia a abandonar un objeto de amor; su pérdida afectiva o real significará una frustración que intentará paliar introyectando rasgos del objeto perdido. Este mecanismo, que rige el desarrollo humano, será especialmente evidente en el proceso evolutivo del niño que pasa de una fase a la siguiente por las frustraciones derivadas de las prohibiciones. La identificación inducida por la renuncia al objeto es, según Villamarzo ( El Yo y los Mecanismos de Defensa, III ), la más estructurante de la personalidad porque la frustración inherente a la misma causa una regresión, es decir, un retroceso a una etapa de desarrollo anterior en que el proceso primario tenía mayor incidencia en la vida psíquica, lo que, al mismo tiempo, implica un debilitamiento de la “coraza” defensiva del yo posibilitando, así, la asimilación de nuevas pautas de comportamiento. La identificación por renuncia al objeto será una constante durante toda la vida del ser humano; en el yo o en el superyó – según el caso – se irán estratificando estas identificaciones formando la personalidad del individuo.

El hecho de que la regresión sea un importante factor para facilitar nuevas identificaciones significa, al mismo tiempo, que a medida que la personalidad se va estructurando y, como consecuencia de ello, el yo se va haciendo más fuerte, el individuo sea más reacio a llevar a cabo nuevas identificaciones. En las primeras fases de la vida y quizá hasta la pubertad, la dependencia de los padres y la consiguiente idealización de los mismos crearían un terreno propicio para que la identificación con rasgos parentales eche raíces. Pero será sobre todo el superyó paterno el que sea introyectado, garantizándose así la transmisión de tradición y cultura de una generación a la siguiente. Un testimonio de que esta es, por lo menos, la intención educadora de los padres se desvela en la frecuente recomendación paterna a los hijos en la frase de “haz lo que yo te digo y no lo que yo hago”, lo que, sin duda, también refleja una implícita confesión de culpa por la discordancia entre preceptos y comportamientos. La decreciente accesibilidad del niño para la implantación de normas superyoicas es algo que tienen muy en cuenta todas las instituciones y personas que se ocupan de la formación infantil en áreas ideológicas o religiosas, iniciando la misma en una edad temprana.

Parece ser, por tanto, que la disponibilidad del individuo para llevar a cabo identificaciones superyoicas estaría limitada a la primera fase de la vida. Por el contrario, para las identificaciones yoicas no existiría tal limitación, pudiendo sucederse a lo largo de toda la vida y constituirían, como afirma Freud ( El Yo y el Ello ), el carácter del individuo, como los rasgos introyectados de los objetos abandonados. La abundancia y diversidad de estas identificaciones podrían, por una parte, dar lugar a una personalidad rica en matices, pero, por otra, también tener efectos patológicos. Esto último, dice Freud, se produciría cuando las identificaciones son muy numerosas, muy intensas y, sobre todo, incompatibles entre sí. Al respecto, Villamarzo se refiere a que identificaciones masivas tienen una incidencia prototípica en la melancolía y en la
neurosis obsesiva. En el primer caso, con el objeto amoroso perdido y, en el segundo, con el objeto agresivo. En la neurosis obsesiva, estaríamos ante una identificación superyoica y, en la melancolía, por el contrario, ante una yoica. Identificaciones contradictorias, especialmente en el periodo evolutivo del niño, se encontrarían en el origen de la esquizofrenia.

La transformación de una elección de objeto en una modificación del yo por medio de una identificación es interpretada por Freud como una forma de acercamiento del yo al ello, pues, al absorber – el yo – rasgos del objeto se está ofreciendo – al ello - como sustituto del objeto abandonado. Tendría lugar una conversión de líbido objetal en líbido narcisista, una desviación del fin sexual y, por consiguiente, una especie de sublimación. Intuye que ésta podría ser la forma general como actúa dicho mecanismo de defensa.

Mientras que en la primera fase de la vida la identificación se basa en un vínculo afectivo con la madre y con el padre y durante todo el transcurso vital se producirán identificaciones con los objetos perdidos, en ciertos momentos, pueden producirse identificaciones entre individuos sin que medie una relación objetal. El nexo identificatorio estaría constituido por rasgos comunes que generalmente estarían representados por la identificación de cada uno de ellos con un líder o con una ideología. Especialmente persistente se muestra esta última, que el individuo suele mantener durante toda la vida. Parece evidente que este tipo de identificaciones pueden proporcionar seguridad y estabilidad a la personalidad. Por otra parte, es difícil sustraerse a la idea de que también pueden significar una barrera a nuevas identificaciones y, por consiguiente, una “congelación” de la personalidad en un nivel de desarrollo determinado. La persistencia y resistencia de estas identificaciones no resultan sorprendentes si se tiene en cuenta que las mismas están sustentadas por un doble vínculo: con la idea y con todas las personas que la asumen. Las dudas que el individuo pudiera albergar se verían alejadas por el sentimiento de solidaridad hacia los demás y por la seguridad que le proporciona el verse “arropado” por un grupo; le será fácil descartar toda idea acerca de la certeza de su convicción, ya que la misma le ha permitido fortalecer su narcisismo y, con ello, su autoestima. Su convicción será algo que le diferencie de los que no la tienen, llegando en casos extremos a defenderla a “capa y espada”. Al respecto, no estaría mal recordar el ciertamente corrosivo aforismo de Bertrand Rusell que achaca los problemas del mundo a que los necios y los fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras que los sabios siempre están llenos de dudas. El individuo se encontraría ante el dilema entre convicciones firmes, seguridad y una razonable tranquilidad interior o la duda y el desasosiego. No obstante, tal dilema es sólo aparente, pues la constitución de las instancias psíquicas se realiza al margen de su voluntad y le colocará ya en una posición determinada, casi podría decirse, predeterminada. Cabría deducir de la posición adoptada por el individuo su nivel de tolerancia a la angustia y, posiblemente también, su tendencia al masoquismo. Se podría establecer una correlación entre convicciones inamovibles y una limitada capacidad para soportar la angustia, por una parte, y entre espíritu escéptico y mayor resistencia a la angustia y tendencia al masoquismo, por otra.

Será este tipo de identificación el que, según Freud ( Psicología de las Masas y Análisis del Yo ), dará lugar a la formación de las masas. Una masa sería un conjunto de individuos que han sustituido su ideal del yo - el modelo con el que se compara el yo en su afán de
perfeccionamiento – por un objeto común - el líder, el ideal -, lo que permite una identificación yoica entre los individuos. Entre el mecanismo que actúa en la formación de una masa y el enamoramiento existiría, entonces, una sorprendente analogía. También en el enamoramiento el objeto sustituye al ideal del yo, tiene lugar una entrega total del yo al objeto que, como indica Freud, en nada se diferencia de la entrega sublimatoria a una idea abstracta, añadiendo que en la ceguera del enamoramiento se puede llegar al crimen sin remordimiento. Teniendo en cuenta este paralelismo entre los mecanismos operantes en la constitución de la masa y el enamoramiento, no resulta extraña la transformación que experimenta el individuo al ser absorbido por la masa: debilitamiento de la capacidad de discernimiento, afectividad incontrolada, dificultades en la moderación y en posponer la descarga. Estas características serían un fiel indicio de que se ha producido una regresión a una fase anterior y justificarían la rotunda afirmación de Freud con respecto al carácter enajenante del enamoramiento que, aunque no conduzca necesariamente al hecho delictivo, se ve reforzada por ejemplos a todos accesibles. Más alarmantes son, sin embargo, los momentos históricos que atestiguan la cobertura que dan las ideas para que el individuo en la masa pueda cometer atrocidades que, seguramente, fuera de la masa su superyó le reprocharía severamente. En la masa se puede apreciar la subordinación de los fines individuales a los colectivos; esta relación – individuo-masa – es, en cierto modo, un reflejo en el ámbito de la cultura de la existente en la naturaleza en la que el individuo está al servicio de la especie.

En la masa, según Freud, se tiene la impresión de que los sentimientos y actos individuales del sujeto son demasiado débiles para imponerse y necesitan el refuerzo de la repetición por los demás individuos de sentimientos y actos análogos para aflorar. No obstante, las mencionadas características serían más perceptibles en las masas “naturales” que en las “artificiales” y altamente organizadas. Lo que si parece estar fuera de duda es que el individuo queda bajo la influencia del “espíritu” de la masa, que con más o menos intensidad orientará su pensamiento y sus actos. Una influencia que no sería únicamente explicable por la fuerza sugestiva del líder o por la fascinación que se desprenda de la idea, sino también por el efecto sugestivo recíproco que ejercen los individuos. Al respecto, cabría preguntarse si no actúan aquí los ya mencionados mecanismos de identificación introyectiva y proyectiva. Este efecto sugestivo recíproco podría derivarse de un instinto gregario que, según W. Trotter, sería innato en el hombre como en otros mamíferos. Sin embargo, Freud, al contrario que Trotter, no puede explicarse el fenómeno de la constitución de la masa sin la figura del líder, ya que en el niño, en un principio, no es detectable dicho instinto. El mismo surgiría, de forma secundaria, de la relación de los niños con los padres y como consecuencia de la envidia que le suscita al niño mayor el advenimiento de un nuevo hermano por el temor a perder la posición privilegiada de la que hasta entonces había disfrutado ante los padres ( Psicología de las Masas y Análisis del Yo ).

Si bien el niño experimentará envidia y animosidad hacia el nuevo hermano, pronto desistirá de sus deseos agresivos al percibir que el nuevo miembro de la familia también goza del cariño de los padres. Intuye que la persistencia en su actitud agresiva puede hacerle perder el amor de los padres. La imposibilidad de descargar la agresividad hará que ésta sea sustituida por una formación reactiva, un sentimiento de solidaridad entre los hermanos, lo que inducirá a la identificación entre ellos. Esta formación reactiva sería, según Freud, el origen de la justicia al plantear la exigencia de igual tratamiento para todos a cambio de la renuncia individual a tener privilegios. Los sentimientos sociales, añade, tendrían su origen en un sentimiento agresivo que se transforma en un vínculo positivo por identificación.

A nivel antropológico, Freud explica el fenómeno de constitución de las masas basándose en la construcción mítica de la horda primitiva, un grupo de individuos dominados por el padre primitivo, el Superhombre de Nietzsche, en posesión exclusiva de todas las hembras, de cuyo disfrute privaría a todos los hijos obligándoles a la abstinencia. La pulsión sexual impedida de la satisfacción directa daría lugar a una pulsión coartada en su fin que encontraría una satisfacción parcial en sentimientos cariñosos entre los componentes del grupo y hacia el padre. El padre primitivo sería odiado y querido al mismo tiempo y sucumbiría a una conspiración de los hijos, siendo elevado después de su muerte a la categoría de deidad. Sin embargo, la horda y su derivado, la masa, mantendría su temor hacia él y la necesidad de ser dominada, conservaría una “adicción” a la autoridad.

La autoridad de la figura mítica del padre primitivo se sustentaba en su superioridad física, en su naturaleza absolutamente narcisista, en su independencia y en sus escasos vínculos libidinosos, en resumen, en una omnipotencia real. Esta autoridad parece ser la que da fundamento a la constitución de las por Freud denominadas masas “naturales”. De ellas se derivarían las masas “artificiales” que, surgidas en el transcurso de la evolución cultural, precisarían de atributos del líder menos tangibles y más imaginarios, basados en la suposición de poderes sobrenaturales y en su reforzamiento por rituales, es decir, en elementos de carácter sugestivo. La sugestión del líder sobre la masa tendría como consecuencia una limitación en el uso de la capacidad intelectual del individuo y, por tanto, un efecto regresivo.

Entre las denominadas masas “artificiales”, hay dos a las que Freud dedica especial atención: el Ejército y la Iglesia. Recordando que en la constitución de una masa intervienen una elección de objeto, el líder o el ideal, que sustituye al ideal del yo y una identificación con los demás componentes del colectivo en cuestión, en el Ejército se apreciaría una confirmación fidedigna de esta hipótesis. En el caso de la Iglesia, por el contrario, estas relaciones serían más complejas. El cristiano hace en Cristo una elección de objeto situándolo en el lugar de su ideal del yo y se siente unido a la comunidad cristiana por identificación con cada uno de sus miembros. Pero la Iglesia,
además, le exhorta a que se identifique con Cristo y que ame a los demás cristianos como Cristo les ha amado. Se pretendería, por tanto, un refuerzo de vínculos: donde ya existe una elección de objeto – Cristo – deberá sobrevenir una identificación, y donde ya hay una identificación – con los miembros de la comunidad cristiana – deberá agregarse una elección de objeto. Desde la hipótesis de la constitución de la masa, esta construcción parece comparable a la “cuadratura del círculo” en geometría. Ambas pretensiones, la religiosa y la geométrica, han resultado carecer de solución satisfactoria hasta la fecha.

Como resalta Villamarzo ( El Yo y los Mecanismos de Defensa, III ), el mecanismo de identificación tiene una especial relevancia en el proceso de la cura psicoanalítica. Ésta consistiría esencialmente en una reeducación del yo, dándole la oportunidad de volver a vivir etapas evolutivas que le dejaron secuelas patológicas. El volver a vivir supone regresar a una fase anterior; por ello, el psicoanalista provocaría una regresión en el paciente para “desmantelar” identificaciones patológicas. En este momento de la cura, el paciente haría una elección de objeto en la persona del analista, es decir, se produciría la transferencia. Con este nuevo objeto, el paciente podría “revivir” esas fases de su evolución que fueron causa de su malestar actual. Pero de igual forma que la entrada en la transferencia sería parte imprescindible de la cura, también lo sería su salida de ella. Esta salida implicaría una renuncia a la persona del analista y, como sucede en toda renuncia, la identificación del paciente con rasgos del objeto abandonado, es decir, del yo del analista.

El proceso descrito y, sobre todo, la identificación con el yo del analista dejan al descubierto la enorme dificultad que alberga la cura psicoanalítica y los riesgos que son inherentes a la misma. Del analista cabría esperar una extraordinaria sutileza que le permita captar el momento preciso en que su intervención pueda inducir tanto la transferencia como la retirada de la misma. Pero más problemático parece ser su papel de objeto, con algunos de cuyos rasgos yoicos se identificará el paciente. ¿ Con cuáles de dichos rasgos se identificará el paciente ? ¿ No podrían ser dichos rasgos portadores, a su vez, de disposiciones patológicas ?

Escuetamente, puede decirse, basándose en Freud, que el yo es una parte del ello que se ha modificado por su contacto con la realidad. El yo dependería, por tanto, tanto del ello como de las vivencias del individuo. La cuantificación de cada uno de estos factores encuentra su expresión en la polémica acerca de la importancia relativa de la herencia genética y del entorno en la constitución del carácter. Si esto es así, daría lugar a pensar que, para la restauración de un yo dañado, quizá no sea suficiente la identificación con rasgos del yo presuntamente sano del analista y regulación de la influencia del superyó - que representarían al mundo exterior -, sino que, además, podría ser necesario indagar en el ello del paciente – su mundo interior - , es decir, hacer que aflore su deseo como parte irrenunciable de su individualidad.

El concepto de “defensa” evoca una actitud de rechazo, de contención, un intento de evitar que algo existente sufra deterioros o modificaciones, en definitiva, una actitud pasiva. Sin embargo, la identificación, como mecanismo de defensa ante la angustia, tiene efectos que se asemejan más a los que tendría un comportamiento activo. La defensa por medio de la identificación produce modificaciones en el yo. La identificación con su imagen permitirá que el individuo se reconozca como unidad corporal, que establezca los límites de su cuerpo y que se diferencie del entorno en el que se ha sentido englobado. La identificación simbólica por medio del lenguaje le irá dando a conocer su posición en el mundo exterior. Las identificaciones superyoicas acotarán su campo de acción y modularán sus actitudes. Las sucesivas identificaciones yoicas le permitirán sentirse miembro de grupos sociales. Podría decirse que, si los procesos identificatorios no actuasen, el individuo estaría perdido en el tiempo y en el espacio.

CONCEPTOS ERRONEOS Y TERAPIAS COGNITIVAS

Las terapias cognitivas, tal como las concibe Victor E. Raimy, deben centrar su atención en descubrir conceptos erróneos del paciente y en sustituirlos por otros más adecuados y adaptados a la realidad. Según este autor, los conceptos son los instrumentos que el individuo utiliza para organizar y manejar su mundo externo, sus sentimientos y pensamientos. Si estos conceptos se sustentan en una visión distorsionada del sujeto, parece evidente que ellos le conducirán a situaciones de conflicto consigo mismo y con su entorno. A los conceptos erróneos, también denominados creencias irracionales y supuestos falsos, habría que atribuirles la responsabilidad de la mayor parte de los problemas psíquicos.

En este contexto, “concepto” es algo más que la representación simbólica de una idea abstracta y general, más que un pensamiento expresado en palabras. Incluiría también estructuras inconscientes adquiridas en las primeras etapas de la infancia que condicionan las actitudes del individuo. Los conceptos erróneos establecidos en esta primera fase evolutiva es lo que los terapeutas cognitivos designan como “distorsiones paratáxicas”.

Por tanto, el concepto erróneo parece tener raíces en dos áreas del psiquismo humano que se disputan la autoría de los trastornos psíquicos: la emoción y la cognición. Mientras que unos autores defienden que la emoción depende de la evaluación cognitiva anterior de la situación concreta, otros afirman que las emociones pueden ocurrir sin una codificación perceptual y cognitiva, y que la emoción y la cognición están gestionadas por circuitos cerebrales diferentes.

Estos últimos autores pueden apoyarse en investigaciones de la psiconeurofisiología que han localizado en determinadas estructuras cerebrales el manejo de las emociones. Si bien el sistema límbico es una estructura cerebral que, en sus orígenes, en los mamíferos inferiores, gestiona las vivencias impulsivas relacionadas con la supervivencia y la reproducción, en los mamíferos superiores amplía su campo de actividad también a la modulación de las emociones y a la fijación y evocación de la memoria. El circuito límbico puede considerarse un modelo de elaboración de estímulos que hace posible el funcionamiento orgánico de los mamíferos por medio de mecanismos antagónicos que facilitan el equilibrio adaptativo y la supervivencia.

Superponiéndose al cerebro intermedio, en el que se alojan las estructuras límbicas, se encuentra la neocorteza, la parte del cerebro filogenéticamente más reciente y característica diferencial de los mamíferos superiores. La interconexión de las tres capas del cerebro hace de este órgano una unidad funcional. La neocorteza agrega complejidad y riqueza a la capacidad de percepción y elaboración de los estímulos, pero no modifica sustancialmente el esquema de funcionamiento cerebral. Puede afirmarse, por tanto, que las respuestas emocionales de los mamíferos superiores están estrechamente vinculadas al circuito límbico.

Estas respuestas emocionales pueden consistir en afectos, explosiones emotivas de corta duración acompañadas de signos somáticos evidentes, en estados de ánimo, más persistentes y con manifestaciones somáticas menos intensas y llamativas, y en sentimientos, caracterizados por contenidos más complejos y casi desprovistos de manifestaciones somáticas. Un ataque de cólera sería un ejemplo de un afecto, la actitud optimista lo sería para un estado de ánimo y el goce por la contemplación de un paisaje correspondería a un sentimiento.

Se puede afirmar que el circuito límbico es responsable tanto de respuestas provocadas por estímulos de raíz instintiva (sed, hambre, sexualidad) destinados a asegurar la supervivencia del individuo, como de respuestas a excitaciones más complejas (respuestas emocionales) enraizadas en el psiquismo, que presuponen una transformación del impulso instintivo en pulsión como consecuencia de la aparición de la representación psíquica y del deseo.

Partiendo de las hipótesis formuladas por la psiconeurofisiología sobre la evolución filogenética del cerebro humano como elaborador de estímulos internos y externos a los que da una respuesta, parece evidente el vínculo entre afecto y cognición. El problema central de la psicoterapia sería cómo romper dicho vínculo, en uno de cuyos extremos estaría el afecto y en el otro la cognición. ¿Si se modifica la cognición, se altera el afecto, o si se cambia o desactiva el afecto, sufre la cognición también alteraciones? Sería difícil ignorar que ambas alternativas son posibles. Si un paciente por vía cognitiva se convence de que su creencia es errónea, el malestar que experimentaba ante ciertas situaciones desaparecerá, o se mitigará. Pero, igualmente, si una persona tiene bloqueada su capacidad cognitiva por una fobia que le impedía elaborar y asimilar situaciones nuevas, la desactivación de la inhibición fóbica potenciará su capacidad intelectual.

La cuestión que se plantea es hasta que punto es abordable un concepto erróneo, que puede estar alojado en capas profundas del inconsciente como las “distorsiones paratáxicas”, únicamente por medios cognitivo-racionales. Ante una creencia irracional, como también se denomina el concepto erróneo, un individuo puede llegar por la vía cognitiva a la convicción del contenido absurdo e inconsistente de su creencia, lo cual no impedirá que siga comportándose de la misma forma inadecuada. Puesto a explicar la incoherencia entre su convencimiento de que su creencia carece de sentido y su comportamiento, podría justificar sus actos como provocados por una fuerza interior que él es incapaz de controlar. Esta situación puede ser fuente de un temor difuso que, en casos extremos, se convierte en una angustia capaz de inhibir fuertemente la capacidad cognitiva del individuo.

Cuando la situación descrita es agudizada por el estrés, el individuo pierde la confianza en su capacidad de regular sus actos, instalándose en su mente el concepto erróneo de la frenofobia, es decir, el temor a caer en una crisis mental que le conduzca a estados psicóticos de total descontrol. El miedo ya no tiene una causa concreta que se pueda abordar racionalmente, se convierte en pánico sin causa determinada.

Mientras el miedo tenga una motivación concreta que el paciente pueda comunicar al terapeuta, éste podrá, por medio de una argumentación racional, desactivar o relativizar los motivos causantes de los temores. Sin embargo, cuando el paciente se encuentre inmerso en la frenofobia, se considerará a si mismo como una persona anormal dominada por la ansiedad y el pánico, su capacidad de raciocinio se encontrará mermada, si no anulada, lo que implica que no será accesible por medio de una argumentación racional. En estos casos, el terapeuta tendrá que recurrir a la vía afectiva para modificar el sentimiento del paciente de ser un ser anormal. Ahora bien, no serán las palabras del terapeuta las que consigan la desactivación de su sentimiento de anormalidad, sino lo que pueda transmitirle el terapeuta a través de sus actos. Éste deberá comportarse de forma coherente, dándole el tratamiento que daría a cualquier persona normal, para establecer un lazo de empatía y confianza con el paciente. Si el terapeuta consigue transmitir al paciente de forma convincente que su concepto de este último es diferente del que tiene el paciente de si mismo, podrá iniciarse una modificación del concepto erróneo, lo cual tendrá que sustentarse en el mencionado vínculo de empatía y confianza previamente establecido. Es obvio que el tratamiento de la frenofobia exige al terapeuta un alto grado de implicación y autenticidad.

La eliminación o el alivio de la frenofobia es indispensable para poder acceder a la modificación de otros conceptos erróneos, entre los que se encuentra la creencia de ser una persona especial a la que corresponde el derecho a recibir un trato especial. El individuo que alberga estas creencias difícilmente podrá aceptar relaciones con sus semejantes a nivel igualitario, pues tendrá la necesidad de sentirse superior. Mientras la vida de estas personas vaya acompañada por el éxito, no emergerá ningún síntoma. Sólo cuando el fracaso haga tambalearse su firme creencia en su superioridad, tenderán al aislamiento y a la soledad, ya que no son capaces de establecer verdaderos vínculos humanos. No es descartable que la ansiedad y la depresión causadas por la pérdida de la autoestima, inducida por el fracaso, hagan emerger síntomas de frenofobia.

Al concepto erróneo de la persona especial se le atribuyen varias etiologías, entre las cuales se encontraría el mimar a los niños o la inculcación directa de ser un ser especial. Partiendo de este supuesto, la terapia sería equivalente a una rectificación de la educación recibida. Si se supone que el fenómeno tiene su raíz en la posición narcisista del sujeto, en una exaltación del amor propio, nos encontraríamos ante una estructura grandiosa y exhibicionista vinculada a la imagen del padre idealizado. En este último supuesto, las raíces etiológicas serían más profundas, y es probable que medidas de tipo cognitivo-educativo no consigan la rectificación de la creencia errónea, ya que la misma se sustenta en un sustrato inconsciente de la personalidad.

Si, por otra parte, admitimos que al complejo de superioridad subyace un complejo de inferioridad, el concepto erróneo de persona especial no sería más que un mecanismo de defensa compensatorio del sentimiento inconsciente de carecer de valor para los demás. Un ataque directo a este mecanismo de defensa, es decir, al complejo de superioridad, se encontrará con el rechazo frontal del paciente que, con razón, temerá una desestabilización de su personalidad al socavar su autoestima, que precisamente se sustenta en el complejo de superioridad. Sería, en este caso, más recomendable reforzar la autoestima del paciente apoyándose en elementos reales objetivos, representados por las cualidades que valora su entorno. Al mismo tiempo que se debilita su complejo de inferioridad, al convencerse que posee cualidades valiosas, su empeño en exhibir su superioridad perderá fuerza, lo que le permitirá mostrarse más auténtico y reducir su intolerancia a una discusión racional de sus creencias.

Al complejo de inferioridad está asociado otro de los conceptos erróneos más frecuentes, el de la propia incapacidad, que se alimenta de la confusión entre la carencia real de alguna habilidad y la aversión a enfrentarse a alguna tarea; estaríamos ante la confusión entre el “no puedo” y el “no quiero”. Podría considerarse este concepto como un mecanismo de defensa para eludir cómodamente el malestar que pueden conllevar ciertas actuaciones, sería equiparable a una estrategia de evitación.

Para enfrentarse a los conceptos erróneos mencionados y a otros de quizá menor relevancia, el terapeuta dispone y utiliza instrumentos con diversos grados de intervencionismo terapéutico, cuyo objetivo común es implantar, mejorar, corregir o eliminar los conceptos que rigen la vida del paciente. En su tarea de detectar los conceptos erróneos del paciente, el terapeuta debe atender no sólo a las comunicaciones verbales del paciente, sino también al afecto que exterioriza, que, frecuentemente, es la única vía de captación como en el caso de las “distorsiones paratáxicas”.

Las intervenciones del terapeuta son mínimas en el autoexamen, por medio del cual el terapeuta intenta orientar la propia búsqueda del paciente para descubrir y modificar conceptos erróneos relevantes, evitando, dentro de lo posible, interpretaciones y confrontaciones. No obstante, algunos terapeutas reconocen hacer uso de algún tipo de interpretaciones.

Un mayor grado de intervención tiene lugar al utilizar el instrumento de la explicación, que consiste en que el terapeuta hace uso de los conocimientos adquiridos durante el tratamiento para convencer al paciente de la falsedad de algunas de sus creencias, entendiéndose por explicación no sólo una exposición formal, sino que también incluye interpretaciones y confrontaciones. Aunque este instrumento tiene un carácter directivo, puede moderarse por medio del diálogo y discusiones con el paciente.

La autodemostración permite al terapeuta ser más activo en el proceso de curación, ya que puede organizar y proponer situaciones especiales, en la vida real o cercanas a ella, tales como terapia de grupo, con el fin de que el paciente pueda observarse a si mismo en acción y descubrir sus conceptos erróneos relevantes.

El modelado, consistente en inducir al paciente a imitar a un modelo, ya sea vicariamente o en la realidad, se estableció como instrumento terapéutico cuando los terapeutas se percataron de que los pacientes se identificaban frecuentemente con ellos. No puede pasar desapercibido que la utilización de este instrumento permite la acomodación del paciente dentro de un determinado modelo cultural, pero, al mismo tiempo, es propicio a la manipulación y al adoctrinamiento ideológico.

Se considera que la labor terapéutica ha tenido éxito cuando el paciente reconoce que sufre de un concepto erróneo específico, o de un grupo de conceptos erróneos relacionados, es decir, cuando se ha conseguido el denominado “insight”. Éste no es un momento estelar que ilumina repentinamente la mente del sujeto, sino un proceso lento de comprensión sembrado de dudas.

Es evidente que la comprensión de las pautas que condicionan sus actos permitirá al paciente una visión más distante y relativa de sus procesos internos, lo que inducirá el alivio de su sufrimiento. No obstante, el “insight” no desvela las fuerzas y energías que han propiciado que se instalen los conceptos erróneos. Estas últimas causas habrá que buscarlas en capas más profundas del inconsciente. Si un individuo sufre de temores fóbicos ante una situación u objeto concretos, la terapia cognitiva puede liberarle de esa fobia determinada, pero seguramente no podrá evitar que surjan nuevas situaciones fóbicas, es decir, no se habrá eliminado su tendencia a la fobia anclada en la estructura de su personalidad y condicionada por sus primeras relaciones objetales. Para liberarle de dicha tendencia será preciso desvelar, es decir, hacer consciente y elaborar la experiencia primaria traumática que anidó en la estructura de la personalidad.





BIBLIOGRAFIA
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Gómez Bosque, Pedro Elementos de Psiconeurofisiología
Librería Médica, Valladolid, 1977

M. J. Mahoney Cognición y Psicoterapia
A. Freeman Conceptos erróneos y terapias cognitivas
Victor E. Raimy
Paidós

SOBRE LA ESQUIZOFRENIA

Gregory Bateson desarrolló una teoría de la esquizofrenia basándose en un análisis de las comunicaciones humanas y en la observación de pacientes de esta patología. Dedicó especial atención a la situación conocida como el “doble vínculo”, centrando su investigación en desvelar la dinámica que conduce a la mencionada situación, caracterizada porque el individuo inmerso en ella no tiene otra alternativa que la de perder, pues, haga lo que haga, el resultado para él va a ser siempre el mismo.

Este autor, si bien destaca que la forma de comunicación del niño con su entorno, fundamentalmente la madre, constituye el núcleo etiológico de la esquizofrenia, es decir, que su raíz se encuentra en las relaciones objetales, deja un resquicio para considerar también una posible influencia genética en esta patología cuando afirma que “alguien apresado en el doble vínculo puede desarrollar síntomas esquizofrénicos”. Ahora bien, si alguien puede llegar a ser esquizofrénico por el estilo de sus comunicaciones con sus objetos, es decir, si los factores relacionales no le van a conducir irremediablemente a esta patología, sería necesario que algo más lo haga inevitable. En este “algo más” es plausible que se supongan componentes genéticos.

La comunicación humana, según Bateson, estaría modulada por ciertos patrones formales, en los que entran en juego distintos ´”tipos lógicos” que se superponen y hacen que los mensajes humanos revistan una extraordinaria complejidad.

Lo anterior se pone de manifiesto en el hecho de que el mensaje verbal desprovisto de otros atributos es susceptible de ser interpretado por el receptor del mismo de diversas formas, según sea “aderezado” por el emisor con complementos no verbales como el contexto, la postura, el gesto, la entonación.

El mensaje es percibido como “auténtico”, es decir, creíble por el receptor cuando existe coherencia entre los elementos de que consta. Lo no verbal, las señales, es lo que permite la identificación del mensaje. No obstante, las señales identificatorias del mensaje son susceptibles de falsificación en los procesos de comunicación humana; la risa artificial, la simulación serían ejemplos de ello. La falsificación de las señales significaría que el emisor está modificando el contenido del mensaje y, a veces, convirtiéndolo en lo contrario de lo que expresa su literalidad.

La falsificación de señales hace que el mensaje tenga una intencionalidad manifiesta, la verbal, y otra latente, la que se deriva de las señales. De la captación de ambas por el receptor dependerá el éxito de la comunicación. Ahora bien, la falsificación de señales no es exclusiva de la especie humana, también otros mamíferos hacen uso de ella: los perros que en el juego simulan una actitud agresiva manifiesta, pero que, para que la agresión no llegue a materializarse, falsifican señales que convenzan al congénere de su intencionalidad pacífica latente.

Pero lo que si es exclusivo del hombre es la falsificación inconsciente de las señales. Esto puede llevarse a cabo de forma intrapsíquica – el individuo se oculta a si mismo su hostilidad con la utilización de metáforas -, o también falsificando inconscientemente las señales emitidas por otra persona – confundir timidez con menosprecio.

Según Bateson, en el esquizofrénico, falla la función del yo encargada de discriminar los modos de comunicación, es decir, de captar el mensaje en toda su amplitud y no sólo literalmente. Al respecto, destaca tres áreas de dicha función yoica:

- Dificultad en asignar el modo comunicacional correcto a los mensajes que recibe de otras personas.

- Dificultad en asignar el modo comunicacional correcto a los mensajes no verbales que él mismo emite.

- Dificultad en asignar el modo comunicacional correcto a sus propios pensamientos, sensaciones y percepciones.

La hipótesis de Bateson sobre la etiología de la esquizofrenia se basa en que esta patología es un producto de la interacción familiar. Partiendo de este supuesto, opina que debería ser posible hacer una descripción de las experiencias que provocan la sintomatología esquizofrénica. Siendo, según la teoría del aprendizaje, el contexto la orientación que permite al ser humano discriminar los modos de comunicación, las causas de la esquizofrenia no deberían centrarse en la búsqueda de una experiencia infantil traumática, sino en desvelar patrones secuenciales característicos para individuos esquizofrénicos. Estas secuencias serían responsables de que el paciente haya adquirido los hábitos mentales típicos de la comunicación esquizofrénica.

Las secuencias, a las que hace referencia Bateson, podrían englobarse bajo el término de “doble vínculo”, una situación que se produciría cuando concurren los siguientes elementos en el proceso de comunicación:

- Dos o más personas, una de las cuales sería la “victima”, el esquizofrénico potencial. La otra sería normalmente la madre, pero podría ser también el padre o ambos juntos.

- Una experiencia repetida. No se considera como tal una experiencia traumática única, sino una experiencia, que, por el efecto de la reiteración, constituya una estructura, es decir, pase a ser una expectativa habitual.

- Un mandato primario negativo del tipo “no hagas eso o serás castigado” o “si no haces eso, te castigaré”. Se trataría, por tanto, de un contexto de aprendizaje basado en la evitación del castigo y no en la búsqueda de la recompensa.

- Un mandato secundario que entra en conflicto con el primario, pero que igualmente está reforzado por la amenaza de castigo, o por señales que indican peligro para la supervivencia. Generalmente, este mandato es transmitido por medios no verbales, como postura, gesto, tono de voz.

- Un mandato negativo terciario que impide a la víctima escapar. Este mandato resulta innecesario cuando el doble vínculo se ha establecido ya en la infancia, ya que cualquier intento de escapar significa un peligro vital. No obstante, este mandato puede presentar un “envoltorio” formal positivo, como promesas de amor que atan a la víctima.

- Cuando la víctima ha aprendido a ver su universo a través de patrones de doble vínculo, cualquier parte de la secuencia descrita será suficiente para desencadenar en ella pánico o cólera.
De lo dicho hasta ahora se desprende que la comunicación humana se desarrolla a varios niveles, modos de comunicación; que estos modos conforman simultáneamente el mensaje; que la comunicación acertada depende de que tanto emisor como receptor del mensaje utilicen coherentemente los modos; que la comunicación es también un proceso de aprendizaje, cuya reiteración va creando estructuras, hábitos de comunicación. La incoherencia de los modos puede dar lugar a que la comunicación sea confusa y ambigua, creándose situaciones de doble vínculo. El peligro de confusión comunicacional es tanto mayor, cuanto más intensa sea la situación de dependencia entre los sujetos de la comunicación. Esta es precisamente la situación del recién nacido que empieza a comunicarse con su madre. Por ello, de esta comunicación dependerá que se establezca un clima de confianza entre madre e hijo, o que surja un ambiente familiar en el que pueda germinar la esquizofrenia.

El ambiente familiar del preesquizofrénico revestiría, según Bateson, las siguientes características:

- Un niño cuya madre se angustia y aísla si él le responde como a una madre amorosa. La misma presencia del niño suscita su angustia cuando se ve obligada a tener un contacto íntimo con él.

- Una madre que reprime estos sentimientos de angustia y los contrarresta con una conducta de amor manifiesto. Una madre que suscita en el niño una respuesta amorosa bajo amenaza de abandono. Pero, como indica Bateson, “conducta amorosa no significa necesariamente afecto”.

- Falta en la familia de un padre fuerte y comprensivo que intervenga en la relación entre madre e hijo apoyando al niño frente a las contradicciones que percibe inconscientemente.

La característica fundamental de la persona que se encuentra atrapada en la situación de doble vínculo es la confusión entre los niveles de comunicación, la incapacidad de discernir entre lo literal y lo metafórico. Esta confusión es especialmente intensa e inconsciente para el niño preesquizofrénico en su relación con la madre. Pero también ésta se encontraría en un dilema: si empieza a sentir afecto hacia su hijo, comienza a percibir un peligro que la impulsa a distanciarse de él, pero, al mismo tiempo, no puede aceptar su hostilidad hacia el hijo y tiene que simular afecto y cercanía.

Sería verosímil desde un punto de vista teórico que el niño, al percibir la contradicción que alberga el doble mensaje de su madre, expresase su incomprensión sobre los enunciados de ésta. No obstante, si así lo hiciera, no puede esperarse que ella reconozca sus contradicciones, más bien, se sentirá atacada y amenazará con la retirada de su amor. El niño cederá en su empeño y perderá la oportunidad de adquirir la capacidad de la metacomunicación, de comentar las acciones propias y de los demás. Esta capacidad resultará esencial en el intercambio social, que se nutre constantemente de mensajes metacomunicativos, por los que se evita la confusión. Tales mensajes adoptan formas como ¿Qué quieres decir?, ¿Me estás tomando el pelo? El niño esquizofrénico crecerá sin adquirir la capacidad de la metacomunicación, por tanto, su interpretación de los mensajes será literal, los mensajes para él serán unidimensionales.

El tipo de comunicación que existe entre el preesquizofrénico y su madre puede detectarse también en las relaciones normales. Cuando alguien se encuentra inmerso en una situación de doble vínculo responderá defensivamente y de forma análoga a como lo hace el esquizofrénico, si ello le permite eludir una respuesta que puede serle embarazosa o perjudicial. Cuando el mensaje es una pregunta cuya intencionalidad se esconde en un determinado contexto y es formulada con tono de voz irónico, el receptor del mensaje puede optar por ignorar el verdadero significado dando una respuesta que se ciñe escuetamente a la literalidad de la pregunta. No obstante, existe una diferencia fundamental entre la respuesta dada a un mensaje, del que sólo se tiene en cuenta el nivel literal, por un esquizofrénico y por una persona normal: en el primer caso, se trata de un proceso inconsciente fuera del control del individuo, en el segundo, por el contrario, sería una estrategia consciente para eludir entrar en un asunto desagradable.



BIBLIOGRAFIA
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Bateson, Gregory Pasos hacia una ecología de la mente
Editorial LOHLÉ-LUMEN
Buenos Aires, 1999

PROCESO DE INDIVIDUACIÓN DEL NIÑO

Si bien Freud en su teoría sexual hace hincapié en la relación entre sujeto y objeto, entre hijo y madre, como eje del desarrollo de la personalidad y del yo, su obra confiere más importancia al sujeto que al tipo de relación de éste con el objeto. Será la psicología del yo la que haga del objeto el centro de la investigación psicoanalítica. Este interés por el objeto se basa en que es él el que va a modular el tipo de relación con el sujeto, pues las interacciones entre ambos se caracterizan por la acusada desigualdad resultante del intercambio entre una personalidad estructurada – la de la madre – y una en formación – la del hijo -. Serían, por tanto, las relaciones objetales la verdadera materia de investigación.

Las transformaciones físicas y psíquicas que experimenta un niño desde su nacimiento hasta la edad de aproximadamente tres años han sido estudiadas minuciosamente por algunos autores pertenecientes a la mencionada psicología del yo, como Margaret S. Mahler y René A. Spitz. Ambos se sirven de la observación sistemática y, en la medida de lo posible, de los medios que les ofrece la psicología experimental. La primera destaca las fases autista y simbiótica como precursoras indispensables de la individuación, mientras que el segundo fija su atención en determinados fenómenos indicadores de que el desarrollo del niño ha alcanzado un punto clave que le hace dar un salto cualitativo, los por él denominados “organizadores”.

La observación de niños aquejados de un síndrome psicótico esquizofrénico llevó a Mahler a la convicción de que dicha patología era de origen autista, simbiótico, o de una combinación de ambos. Sus reflexiones al respecto culminaron en la hipótesis de que la simbiosis sería una manifestación inherente a la condición humana, una fase irrenunciable del desarrollo normal, de la que el niño emerge por un proceso de separación e individuación, que está condicionado por ciertos niveles de maduración fisiológica y desarrollo psíquico.

Maduración y desarrollo son dos procesos que transcurren en paralelo, se interfieren recíprocamente, pero que, según Spitz, deben ser delimitados conceptualmente. Bajo “maduración” se entendería el despliegue de mecanismos fijados filogenéticamente en la especie, en el embrión o en la herencia, comprendiendo esta última no sólo características genéticas, sino también las influencias intrauterinas y las que tuvieron lugar durante el parto. Bajo “desarrollo” habría que incluir la aparición de formas de funcionamiento y comportamientos resultantes de las interacciones del organismo con su medio interno y externo. En cuanto a las interacciones del organismo con su medio interno, parece inevitable la objeción de que, si el organismo interactúa consigo mismo, sería difícil dilucidar si se trata de maduración o de desarrollo. Quizá estos procesos podrían ser delimitados estableciendo en cada momento el grado de actividad o pasividad: la maduración sería un proceso predominantemente pasivo, mientras que el desarrollo se caracterizaría por el predominio del elemento activo.

La mencionada hipótesis de Mahler se vería reforzada por un proyecto de investigación que ella misma y M. Furor dirigieron en el Masters Children’s Center de Nueva York. Esta investigación se centró primero en la observación de niños con psicosis de origen simbiótico y de sus madres, ampliándose seguidamente a una muestra de niños normales, también con sus respectivas madres.

El método de trabajo, según Mahler, debía garantizar un cierto equilibrio entre una observación psicoanalítica “flotante” y unas normas experimentales establecidas previamente que permitieran la repetición de algunos fenómenos dentro de un marco estandarizado. Sin embargo, este esfuerzo por establecer condiciones que no indujeran a dudar acerca del carácter científico de la investigación se vería contrarrestado por la elección de la muestra, ya que en la selección se eliminaban a madres que no fueran más o menos normales, así como a las que no tuvieran una familia “intacta” (padre, madre, hijos). Por otra parte, la necesaria disponibilidad de las madres de varias horas al día para participar en el proyecto presuponía ya un cierto bienestar económico de la familia. Por último, de las 30 familias seleccionadas para el proyecto, 25 profesaban religiones judeo-cristianas.

Si bien Spitz lleva a cabo también sus investigaciones por medio de la observación directa y sirviéndose de los medios de la psicología experimental, se diferencia de Mahler en que renuncia al método clínico, es decir, no selecciona la muestra y la elige lo suficientemente numerosa ( 366 niños ) como para considerarla representativa. La observación de cada niño abarcaba cuatro horas semanales durante un periodo de dos años como máximo. Además de realizar tests mensuales, de algunos fenómenos se efectuaron grabaciones audio-visuales para poder analizarlos detenidamente.

El objetivo de los citados autores era formular hipótesis explicativas de los factores que determinan que un recién nacido indiferenciado y pasivo se transforme en el transcurso de tres años en un ser con personalidad relativamente estructurada. Ambos llegan a conclusiones que, aunque no sean idénticas, si pueden considerarse complementarias.

Las primeras semanas de vida del recién nacido se caracterizan por el predominio de los periodos de somnolencia sobre los de vigilia. La somnolencia puede considerarse un sucedáneo de la vida intrauterina ausente de tensiones. Este equilibrio se ve interrumpido principalmente por estímulos provenientes del mismo organismo. La tensión que los mismos causan es percibida como displacer, si bien su eliminación todavía no se vincula a una sensación de placer. En este estado, lo contrario del displacer es el estado de calma, la ausencia de tensión. Como indica Spitz, se trata de funciones puramente fisiológicas, de las que después emanarán las funciones psíquicas dentro de un sistema binario, la diada madre-hijo.

Durante las primeras semanas, el niño vive prácticamente aislado del mundo exterior, protegido por una barrera perceptiva, necesaria para garantizar el progreso de su maduración fisiológica. Este aislamiento de lo exterior le impide también percibir a la madre como mediadora de la satisfacción de sus necesidades vitales. Sería esta la fase de autismo normal, según Mahler, y la fase sin objeto, según Spitz, en la que impera el narcisismo primario y en la que las reacciones del niño a los estímulos revisten el carácter de reflejos condicionados.

La aparente contradicción resultante de la experiencia de que, ya la segunda semana, al levantar del lecho a un lactante y ponerle en posición de amamantarle, éste dirige la cabeza hacia la persona que le sujeta y abre la boca, lo que podría interpretarse como una percepción de la fuente de alimentación, la resuelve Spitz afirmando que la mencionada reacción del bebé se debe a sensaciones de equilibrio, ya que si se le levanta en posición vertical no se produciría ninguna reacción.

Tendrán que transcurrir ocho semanas para que el recién nacido reconozca la señal del alimento, pero sólo si experimenta el estímulo interno del hambre; caso contrario, no percibirá ni la leche, ni el biberón, ni el pecho. Esto hace evidente el predominio de las percepciones internas sobre las externas, característico de esta primera etapa de la vida. Como afirma Spitz, el mundo exterior sólo es percibido en función de una exigencia pulsional insatisfecha, lo cual significa que es necesaria una frustración para que el lactante se oriente hacia el mundo exterior y empiece a romper su caparazón autista.

La percepción de estímulos externos se va perfeccionando en la medida que progresa la maduración fisiológica. Las primeras sensaciones serán táctiles por el contacto con el cuerpo materno y con el alimento. Poco después, se desarrollarán percepciones visuales: el lactante fija su mirada en el rostro de la madre durante el amamantamiento. Ello conlleva la asociación del acto placentero de la ingestión del alimento con la visión de un rostro humano. La aparición de un semblante en el campo visual del niño de unas diez semanas atraerá su atención de tal forma que éste seguirá todos sus movimientos.

La posición privilegiada que el niño otorga a la presencia del semblante humano, como el único objeto de su entorno capaz de monopolizar su atención, se hará todavía más evidente alrededor del tercer mes de vida, cuando a dicha visión responde con una sonrisa, una respuesta que en este momento del desarrollo no consigue arrancarle ningún otro objeto, inclusive el alimento.

No obstante, Spitz considera precipitado y hasta erróneo interpretar esta reacción como el inicio de una relación objetal, como pudo comprobar experimentalmente. Por una parte, el reconocimiento del rostro depende de que el mismo se encuentre en movimiento (cualquier gesto sería suficiente para ello) y, por otra, que el semblante sea presentado de frente, de perfil no produciría el mismo efecto en el lactante.

Las observaciones anteriores permiten afirmar que lo que el niño percibe y a lo que reacciona con una sonrisa es una señal formada por atributos del rostro: frente, nariz y ojos. Esta señal es parte del semblante materno, pero también de cualquier otro semblante; por eso, en esta fase, el niño sonríe a cualquier adulto sin distinción. Esta sonrisa refleja la expectativa de algo placentero, ya que la señal está asociada al acto de nutrición por el pecho, durante el cual el niño fija su atención en el rostro de la madre.

Para Spitz, esta sonrisa indiferenciada del lactante representa un punto de inflexión en el desarrollo psíquico, se trata de la primera manifestación activa e intencional del recién nacido, del paso de una posición pasiva a una activa. Por esto, la aparición de la sonrisa significa la reorientación del desarrollo psíquico al colocarlo a un nuevo nivel, puede considerarse, por tanto, como el primer “organizador” del mismo, según la terminología de Spitz.

Hasta la aparición de la sonrisa, el observador que seguía los comportamientos del lactante no tenía certeza acerca de su nivel de percepción de los estímulos externos. La sonrisa sería una manifestación de la toma de conciencia de una percepción externa, es una prueba de que en el caparazón autista se ha abierto una brecha, de que se está produciendo un desplazamiento de la percepción desde el interior del organismo hacia la periferia.

Esta mejora de la conciencia sensorial, inducida por el progreso de la maduración fisiológica, es la que, según Mahler, permite ir desactivando la tendencia del lactante a una regresión vegetativa, cuyo último fin sería un estado similar a la vida en el útero. En realidad, la fase autista podría considerarse como una vida intrauterina “discontinua”, ya que la satisfacción de las necesidades vitales no se realiza de forma ininterrumpida como en el vientre materno, lo que evita que se creen tensiones, sino que serán estas tensiones las que indiquen los momentos de retomar el suministro de alimentos. Sin embargo, fuera de estos momentos de tensión, el recién nacido puede seguir manteniendo una sensación de omnipotencia absoluta, reforzada por las barreras sensoriales que reducen a un mínimo las perturbaciones por estímulos externos.

Por tanto, la maduración fisiológica y su consecuencia, la mejora de la conciencia sensorial, permitirán la transición de la fase autista a la simbiótica del desarrollo psíquico. El comienzo de dicha transición se anunciaría, según Mahler, por una sensación difusa del niño de que la satisfacción pulsional no es autoinducida, sino que a la misma contribuiría algo fuera del “self”. Sin embargo, en esta fase, en lugar de que la omnipotencia propia de la fase autista se restrinja por la percepción de que se está recibiendo ayuda externa, el niño se negará a reconocerlo y, en cierto modo, se “apropiará” de forma ilusoria de la capacidad materna de proporcionar asistencia, para lo cual constituirá con la madre una unidad funcional con fronteras comunes con el exterior. Este estado fusional con la madre es lo que Ferenczi denominó como “omnipotencia alucinatoria condicionada”.

De forma análoga a como el alumbramiento significa el nacimiento físico del individuo, la entrada en la fase simbiótica del desarrollo normal constituye para Mahler su nacimiento psíquico. Sería la toma de conciencia, aunque de forma difusa, que existe algo fuera del “self”, pero que todavía no ha adquirido la categoría de objeto, pues no existe diferenciación entre interior y exterior, entre “self” y otros.

El espacio simbiótico es un espacio protegido en el que el recién nacido puede seguir madurando fisiológicamente y al mismo tiempo desarrollar funciones psíquicas que le permitan diferenciar entre él y la madre. Mahler afirma que para el desarrollo satisfactorio de las siguientes fases de separación e individuación, es imprescindible que la unión simbiótica provea al bebé de la suficiente confianza y seguridad, sin las cuales tendría dificultades en salir de la burbuja simbiótica. La experiencia clínica pondría de manifiesto que el yo del niño, en los casos de perturbaciones de la individuación y de desorganización psicótica, tiende a refugiarse por medio de una regresión al espacio simbiótico.

Como ya se mencionó, la evolución del recién nacido está impulsada por dos procesos: el de maduración de las capacidades fisiológicas innatas y el de desarrollo de las funciones psíquicas. Si bien la maduración parece ser un proceso autóctono predeterminado por la herencia genética, el mismo no está exento de perturbaciones externas. No obstante, la barrera perceptiva externa evitará, en parte, una irrupción masiva de estímulos y el espacio creado por los cuidados de la madre hará de protección complementaria. El proceso de desarrollo psíquico dependerá primero del progreso de la maduración fisiológica y, luego cada vez en mayor medida, del ambiente anímico que se establezca en la fase simbiótica.

A medida que el organismo del recién nacido va madurando, se produce un desplazamiento de la intensidad perceptiva desde el interior del cuerpo hacia la periferia. Las reacciones a los estímulos serán cada vez más específicas; lo que al principio era una manifestación difusa de un estado de tensión del lactante se va ajustando a situaciones de displacer diferenciadas. Estas reacciones diferenciadas del niño, según la causa de su malestar, permiten a la madre interpretar la carencia que le aqueja con mayor certeza y darle la respuesta adecuada. Como indica Spitz, las primeras reacciones indiferencias del lactante se van convirtiendo en comunicaciones y hasta en demandas a su entorno, fundamentalmente a la madre. Recíprocamente, el niño percibe las señales afectivas del estado de ánimo materno. Este intercambio de comunicaciones entre madre e hijo tiene lugar constantemente sin que los participantes y el entorno sean conscientes de ello.

Al respecto, Mahler observó con detenimiento las variaciones de la disposición emocional de las madres durante la fase simbiótica. Cita, por ejemplo, el caso de una madre que daba el pecho a su hijo y estaba orgullosa de ello como prueba de su buen comportamiento materno. No obstante, durante el amamantamiento de su hijo mantenía un brazo libre para ejecutar simultáneamente otras tareas. Si bien a esta madre no se le podía hacer ningún reproche sobre su “técnica” de alimentar a su hijo, su atención y dedicación al bebé no eran absolutas, algo que éste percibía inconscientemente. Este niño tardó bastante tiempo (supuestamente bastante más de tres meses) en dibujar en su rostro la primera sonrisa, es decir, en manifestar un indicio claro de progreso en su desarrollo psíquico, el primer “organizador” del mismo, según Spitz.

El caso descrito permite suponer que el retraso en la aparición de la sonrisa era en realidad un retraso en la percepción visual de la señal ojos-nariz-frente, o que, si ésta existía, no provocaba la reacción psíquica de la sonrisa. En todo caso, parece ser que la causa de ambas posibilidades hipotéticas debería ser atribuida a un déficit afectivo en la comunicación madre-hijo. Tampoco es arriesgado afirmar que la afectividad de la madre influye tanto sobre la maduración (proceso fisiológico), como sobre el desarrollo psíquico, y que ambos procesos están, a su vez, interrelacionados. Esto significaría que las funciones psíquicas están condicionadas por un proceso afectivo previo.

Dentro de la diada simbiótica, se van creando lazos afectivos como consecuencia de las sensaciones placenteras provenientes de los cuidados maternos y de su asociación con la presencia de la madre, pero sobre todo, con su disposición y entrega emocionales. La consolidación por acumulación de estos afectos se manifiesta en la ya mencionada sonrisa indiferenciada alrededor de los tres meses y es fundamental para que el lactante se provea de una confianza primaria que le permita acometer las siguientes fases de su desarrollo psíquico, es decir, la diferenciación y la individuación.

No obstante, a partir del tercer mes de vida, también se suceden con mayor frecuencia situaciones que al niño le provocan displacer, que cada vez es más específico pues el perfeccionamiento de la percepción periférica permite captar mayor número de estímulos diferentes. La causa más evidente de displacer es el alejamiento de la madre, al cual el niño reacciona con llanto; este alejamiento más bien que un estímulo displacentero nuevo significaría la privación de uno placentero. Para un desarrollo psíquico equilibrado, los afectos negativos son igual de significativos que los positivos. Spitz opina que tan nocivo es mantener a un niño alejado de los unos como de los otros. Hace hincapié, al respecto, en la importancia de la frustración para el desarrollo humano, que ya comienza con la asfixia del nacimiento que fuerza la respiración pulmonar, continúa con las sensaciones de hambre y sed y, más adelante, con el destete, con el que se inicia el proceso de separación de la madre.

Las consideraciones precedentes permiten extraer algunas conclusiones: el desarrollo psíquico y, por tanto, las funciones yoicas precisan de un fundamento afectivo; éste constaría de la adecuada combinación de afectos positivos y negativos, derivados de vivencias placenteras y displacenteras respectivamente; dicha combinación sería única e individual para cada sujeto, de lo que se desprende la eficacia de la intuición materna y, al mismo tiempo, la dificultad en el establecimiento de normas generales, ya que el parámetro fundamental sería la tolerancia a la frustración del niño, que, a su vez, tiene un componente genético y otro procedente de la confianza primaria que la madre fue capaz de transmitir en la fase simbiótica.

Por otra parte, parece evidente que el recién nacido “añora” la vida intrauterina, es decir, satisfacción continua, ausencia de tensión, pasividad, a la que intenta regresar cuando la frustración se hace insoportable. Esta añoranza es una tendencia que persistirá en el ser humano de por vida, la misma será muy acentuada en algunas patologías que inducen a formas extremas de regresión, pero se expresa también en manifestaciones culturales universales, como el mito del paraíso previo al pecado original (= nacimiento de la naturaleza humana), o la promesa de una vida ultraterrena sin carencias (= frustraciones); también la irrenunciable aspiración humana a la felicidad terrenal podría ser incluida en esta categoría.

Con el mencionado perfeccionamiento de la percepción periférica se iniciará una lenta transición en la vida del niño, que ya es manifiesta entre los 4 y 5 meses: las fases de somnolencia se hacen más cortas al mismo tiempo que se alargan las de vigilia, pero, sobre todo, es notoria la intensificación de la atención que el lactante dedica a su entorno. Mahler destaca en este contexto que, en un determinado momento de esta fase de su desarrollo, el niño sorprende con una intensa mirada de atención, momento que ella, en analogía con los ovíparos, denomina la “salida del cascarón”. Este momento será el preludio de los intentos del niño de inspeccionar táctil y visualmente el cuerpo de la madre.

Presionando con sus manos contra el cuerpo de la madre, el lactante va adquiriendo otras imágenes de ella, hasta entonces limitadas al pecho y al semblante en posición frontal, iniciando, de esta forma, la transición de objeto parcial a objeto total. El intercambio de sensaciones táctiles con la madre proporciona al niño la representación de su esquema corporal, la diferenciación de su cuerpo del de la madre y del de ésta de los demás objetos, animados o inanimados, de su entorno. La sonrisa, que a partir de los tres meses dirigía de forma indiferenciada a la señal del semblante humano (ojos, nariz y frente), tendrá ahora un destinatario privilegiado: el semblante materno.

El proceso de diferenciación es, según Mahler, el paso previo al de individuación, que presupone la autonomía intrapsíquica, la memoria, la capacidad de reconocer y la prueba de realidad. La individuación y la separación de la madre serán simultáneas.

Alrededor del octavo mes de vida, se puede apreciar un cambio sustancial en el comportamiento del niño ante la presencia de un extraño. La hasta entonces amable acogida, manifestada en la mencionada sonrisa indiferenciada que él daba a cualquier semblante humano, es sustituida por diversas reacciones que van desde una intensa curiosidad exploratoria, pasando por intentos de evitación (apartar la mirada y esconderse), hasta el rechazo más decidido (llanto y gritos). La aparición de este fenómeno, conocido como el “miedo de los ocho meses” o el “miedo al extraño”, constituye para Spitz el segundo “organizador” del desarrollo psíquico, que se eleva a un nivel de mayor complejidad.

No obstante, a primera vista, no deja de ser sorprendente que puedan englobarse bajo un denominador común reacciones tan dispares del lactante ante un extraño, como la curiosidad y el llanto. Sin embargo, lo que subyace a dichas manifestaciones es que el niño ya no sonríe de forma indiscriminada a la visión de cualquier semblante humano. Tanto la curiosidad ante el rostro desconocido, como el pánico que éste desencadena, serían manifestaciones de que el niño esperaba otra cosa, es decir, la aparición del semblante materno. Esta predilección por la madre es la prueba, según Spitz, de que se ha establecido una auténtica relación de objeto entre el niño y la madre. Por otra parte, la forma de reaccionar del niño, de la curiosidad al llanto, estaría condicionada por el nivel de confianza primaria que la madre consiguió transmitirle durante la convivencia simbiótica, que, además, marcaría las pautas de conducta de su vida adulta.

Este paso, fundamental en el desarrollo psíquico, presupondría la existencia de un yo infantil rudimentario capaz de llevar a cabo una síntesis entre las pulsiones agresivas y libidinosas, primariamente dirigidas a objetos parciales y, ahora, a un único objeto total.
Spitz destaca que para el establecimiento de una adecuada relación de objeto es necesario que ambas pulsiones participen equilibradamente en la formación de la personalidad, lo cual debería implantarse en los principios educativos. Al respecto, hace mención a tendencias educativas opuestas. Por una parte, critica el régimen de crianza infantil de orientación conductista, según el cual se sometía a los lactantes a un rígido programa de alimentación en cuanto a cantidad y frecuencia de la ingesta, privándoseles igualmente de todo tipo de caricias o atenciones afectivas; estaríamos aquí ante un predominio de la frustración sobre la gratificación, que en lugar de absorber la agresividad innata del lactante la fomentaría. Por otra parte, considera igualmente inadecuada en la educación la tendencia a satisfacer de forma inmediata todas las demandas del niño (self demand schedule), por la cual se reduciría a un mínimo la frustración y se ampliaría considerablemente el campo de gratificación, lo cual tendría como consecuencia la permanencia largo tiempo en un espacio de pasividad e indolencia.

Las reflexiones anteriores resultan convincentes y acordes con la teoría psicoanalítica, que ve en la frustración un elemento imprescindible para el desarrollo cultural. No obstante, las mismas no pueden sorprender como ideas innovadoras, ya que la observación cotidiana pone de manifiesto como muchas madres intuitivamente saben dosificar gratificación y frustración en la educación de sus hijos. No obstante, las mencionadas reflexiones si podrían ser indicio de que ciertas tendencias culturales han contribuido a que la capacidad innata de las madres para educar a sus hijos se haya deteriorado.

El miedo al extraño, fenómeno que para Spitz constituye el indicador de que el desarrollo psíquico ha dado un salto cualitativo y sería su segundo “organizador”, es para este autor, además, la primera manifestación de angustia propiamente dicha y le impulsa a prestar en sus observaciones especial atención a la evolución de los afectos negativos durante el primer año de vida.

Spitz no admite que el trauma del nacimiento sea el prototipo de las posteriores reacciones de angustia, ya que el mismo habría que circunscribirlo al ámbito fisiológico sin que el niño tenga una vivencia consciente del mismo. Esta afirmación se sustenta en su observación y grabación visual de 45 alumbramientos sin anestesia y en el seguimiento de los recién nacidos durante las dos primeras semanas. Durante las primeras seis semanas, las manifestaciones de displacer no merecen ser consideradas como signos de angustia en sentido estricto, serían más bien reacciones a estados de tensión de orden fisiológico. En el transcurso de las ocho semanas siguientes, estas manifestaciones difusas se van convirtiendo en reacciones específicas relacionadas con determinadas situaciones, son señales y demandas al entorno, a una persona o a una cosa causante del displacer. Cuando, más adelante, el niño percibe nuevamente a esa persona o cosa que le originó displacer, reaccionará inmediatamente con intentos de evitación. Estaríamos aquí, según Spitz, ante una manifestación de angustia real. Esta angustia, que más exactamente sería miedo a un objeto o persona, estaría determinada por la asociación del displacer con el causante del mismo.

Ahora bien, concluye Spitz, el niño que muestra miedo o intentos de evitación ante una persona que ve por primera vez no puede asociar a este extraño con un afecto negativo causado por vivencias anteriores. En realidad, su reacción refleja una percepción de no identidad de dicho extraño con la imagen de la madre ausente. El deseo del niño de reencontrar a la madre se ve frustrado por la presencia del extraño; esto significaría la reactivación de una tensión condicionada por el deseo y sería, según Spitz, la primera manifestación de angustia en sentido estricto.

El hecho de que el niño rechace el rostro del extraño porque no coincide con la imagen del semblante materno es, además de una manifestación de angustia, un indicio de que el yo del niño se ha enriquecido con una importante función: la capacidad de juicio, es decir, el niño percibe un objeto real, lo compara con una imagen interiorizada, establece una diferencia y toma una decisión. Este nuevo aspecto del fenómeno que nos ocupa –el miedo al extraño – refuerza la importancia del mismo como punto de inflexión en el desarrollo psíquico.

No obstante, la reacción del niño ante el extraño al filo de los ocho meses presenta marcadas diferencias, también dentro de la misma familia. Al respecto, resulta sorprendente el caso mencionado por Mahler referente a sus observaciones de dos hermanos cuyas edades tan sólo diferían 16 meses. Mientras que la niña mostraba ante un extraño asombro y curiosidad sin apenas señales de temor, su hermano, después de unos minutos de perplejidad, se vio invadido por la angustia. Sin pasar por alto que la constitución de cada uno de los hermanos representa un factor diferencial importante, esta autora atribuye una similar importancia para su comportamiento a la experiencia simbiótica de cada uno de ellos con la madre. En esta estrecha interrelación se forjaría la confianza primaria del niño, que le permitiría afrontar con más curiosidad que recelo la imagen de lo nuevo, al mismo tiempo se estaría creando el fundamento para el desarrollo de una personalidad equilibrada.

Mahler otorga un papel central e irrenunciable a la fase simbiótica del desarrollo psíquico, cuyo mayor o menor éxito dependerá del clima emocional que la madre sea capaz de establecer para las interacciones entre ella y su hijo. Dichas interacciones pueden conducir a resultados que faciliten la separación e individuación del niño, o la dificulten. En la simbiosis con la madre, el niño debe ser “nutrido”, pero no “saturado”. Un exceso de cuidados y dedicación, sobre todo si están impregnados de temores, son tan nocivos como su defecto. La madre debería permitir los incipientes intentos del niño de alejarse y no coartarlos, ya sea por temor, o por su necesidad inconsciente de mantener una estrecha cercanía física con él. Esto significa que la madre debería actuar en función de las necesidades del niño y no de las suyas propias, lo cual presupone que ella ha superado sus conflictos y no sufre notables carencias afectivas. Podría afirmarse que la madre desarrolla con éxito su función, si consigue que el niño perciba la simbiosis como refugio y protección, pero no como impedimento a su tendencia a separarse de ella.

Parece evidente que las condiciones antes mencionadas para el buen ejercicio de la función materna están supeditadas a factores hereditarios, culturales, evolutivos de la persona en particular y a las circunstancias socio-económicos del momento. Todo lo cual hace suponer que la madre “ideal” sea más bien la excepción que la regla.

Spitz y Mahler investigan el desarrollo del niño hasta el tercer año de vida, utilizando para ello la sistemática observación desde el nacimiento y aplicando métodos de la psicología experimental. Pero mientras el primero fija su atención en los momentos y fenómenos que marcan un cambio de rumbo y un salto cualitativo del desarrollo psíquico - los “organizadores” -, la segunda concibe dicho desarrollo como una sucesión de fases, representando la simbiótica aquélla en la que se ponen los fundamentos de la personalidad y se establece el modelo de relación objetal que determinará la futura actitud del individuo hacia su entorno.

Si bien Spitz hace constantes referencias a la diada madre-hijo, él investiga en primer lugar las reacciones del niño en diversas situaciones, sometiéndole en algunos casos a variaciones experimentales. El proyecto de investigación de Mahler incluye también a la madre, constituyendo la actitud de ésta un elemento esencial de sus hipótesis. Las referencias de esta autora a los casos por ella observados ponen de manifiesto la complejidad y dinamismo de las interacciones madre-hijo, en las que inevitablemente interfieren también las cambiantes situaciones del entorno. Especial atención le merecen los procesos de distanciamiento y ejercitación de las habilidades que el niño va adquiriendo en el transcurso de su maduración fisiológica.

Como ya se mencionó anteriormente, los primeros intentos de distanciamiento se producen alrededor del sexto mes, cuando el niño presionando contra el cuerpo de la madre se despega físicamente de ella, lo que le permite verla desde otra perspectiva e ir adquiriendo una imagen de objeto total. Estas acciones le proporcionan, al mismo tiempo, las primeras sensaciones de ser una unidad corporal. El rechazo al rostro extraño, alrededor de los ocho meses, y la reserva de la sonrisa, hasta entonces dedicada a cualquier semblante humano, a la madre, serán indicios de que se ha establecido una relación de objeto total y, por tanto, que la fase simbiótica está siendo superada. El distanciamiento de la madre se llevará a cabo de forma gradual, necesitando el niño constantemente reasegurarse de su presencia, de la que sólo podrá prescindir al principio por cortos espacios de tiempo. Una ausencia más prolongada de la madre será para el niño soportable alrededor de los tres años. A esta edad, es cuando normalmente los niños ingresan en los espacios educativos (jardín de la infancia, preescolar). No obstante, es frecuente observar el trauma que para muchos de ellos significa esta separación, que los primeros días puede percibirse como un abandono, ya que la promesa de la madre de volver dentro de dos o tres horas no encaja en la difusa concepción del tiempo que el niño tiene a la mencionada edad.

Los procesos de separación e individuación están íntimamente ligados al progreso de la maduración fisiológica. Tan pronto como su motilidad se lo permita, el niño intentará desasirse del abrazo materno y a continuación dejarse resbalar hasta el suelo. Antes de poder erguirse, se alejará de su madre “gateando”, pero siempre comprobando que ella sigue en su campo visual, regresando junto a ella al poco rato y estableciendo de nuevo el contacto físico, un fenómeno que Mahler y Furer califican de “repostar emocionalmente” y evidencia que el estado simbiótico sólo se supera paulatinamente.

Cuando el niño, alrededor del año, ya pueda erguirse, ampliará considerablemente su radio de acción y también crecerá el número de objetos que despertarán su interés. No obstante, seguirá buscando periódicamente el contacto físico con la madre. El haber llegado a este nivel de desarrollo implica, según Mahler, que el niño ha logrado la diferenciación entre el cuerpo de la madre y el suyo, que ha creado un vínculo específico con ella (una relación de objeto) y que ha desarrollado unas funciones yoicas autónomas, pero en estrecha unión con la madre.

Resulta inevitable que el fuerte vínculo con la madre, por una parte, y la satisfacción que al niño le produce el ejercicio de sus nuevas capacidades, que le alientan a independizarse cada vez más, por otra, le conduzcan a una situación ambivalente y conflictiva, característica del segundo año de vida. Para descubrir su entorno, el niño tiene que alejarse físicamente de la madre y centrar su atención en otros objetos. Cuando siente flaquear su energía, añora la fuente que la nutría, necesita “repostar” emocionalmente y busca de nuevo el contacto físico con la madre, pero, al mismo tiempo, le invade el temor de haberla perdido. El niño encuentra una solución de compromiso a este conflicto: exige insistentemente a su madre que sea espectadora del ejercicio de sus habilidades, que le contemple mientras juega.

Poco a poco, el niño se va acostumbrando a mantener una mayor distancia física con la madre y a soportar su ausencia por cortos espacios de tiempo. Sin embargo, para poder tolerar ausencias prolongadas, será preciso que se consolide su individualidad y que adquiera lo que Mahler denomina “constancia de objeto”. Esto último no sólo consiste en mantener la representación del objeto de amor ausente, sino en la fusión del objeto “bueno” y del “malo” en una representación única, lo que impide que el niño rechace a la madre por el hecho de haber estado ausente o no haber satisfecho de inmediato sus necesidades. La “constancia de objeto” implicaría que no existe riesgo de pérdida del objeto de amor, aunque éste esté ausente. Esta seguridad permite que el niño concentre toda su energía y atención en el descubrimiento y conquista de su entorno. No obstante, antes de alcanzar este nivel de desarrollo psíquico, el niño atravesará una fase de comportamiento ambivalente, caracterizado por una persecución de la madre por doquier, alternando con intentos de escapar de ella, pero con el deseo inconsciente de ser atrapado por ella y reconducido a la diada simbiótica. Estos comportamientos son, sin duda, de fácil observación. Es especialmente evidente como niños de entre uno y dos años escapan, provocan ser perseguidos y atrapados y que regocijo les produce esto último.

La reflexión sobre los procesos de separación e individuación hace surgir la cuestión de si uno de ellos puede ser considerado la causa del otro. Planteado de otra forma: ¿Implica la individuación – desarrollo de la autonomía y de las funciones yoicas – que previamente se haya consumado un cierto grado de separación de la madre?, o por el contrario: ¿Presupone la separación que el niño ha avanzado suficientemente en su individuación? La dificultad en dar respuesta a estas preguntas permite suponer que se trata de dos procesos simultáneos que se influyen y se impulsan, o inhiben recíprocamente. En cualquier caso, ambos se sustentan en la comunicación entre madre e hijo, que, como menciona Spitz, experimenta un salto cualitativo con la constitución del segundo “organizador” del desarrollo psíquico, es decir, alrededor de los ocho meses con la aparición del miedo al extraño.

Este giro evolutivo implica, entre otras cosas, la capacidad del niño para entender los gestos maternos, para matizar sus propias manifestaciones afectivas, hasta entonces más bien descargas de tensión indiferenciadas, para establecer una comunicación basada en el juego con la madre; igualmente la capacidad de comprender órdenes y prohibiciones. Hasta el mencionado momento, las comunicaciones de la madre tenían el carácter de percepciones táctiles, por las cuales se le impedía o permitía al lactante hacer algo, pero, a partir de entonces, el niño podrá entender a distancia algunos mensajes maternos. Esta transición de la comunicación por contacto físico a la comunicación a distancia adquirirá gran importancia cuando el niño, al final del primer año de vida, tenga una cierta independencia al poder erguirse y caminar.

El progreso madurativo que significa erguirse y caminar conlleva para la madre la necesidad de intensificar la comunicación gestual, primero, y verbal, después, sustituyendo así paulatinamente la acción inmediata de evitación. La relación objetal entre madre e hijo experimenta una profunda transformación: si hasta entonces la madre podía decidir con relativa tranquilidad acceder o no a los deseos de su hijo, ahora, se ve desbordada por el incremento de la actividad del niño, potenciada por su mayor autonomía. Podría afirmarse que mientras el niño pasa de una posición pasiva a una decididamente activa, la madre hace el camino inverso, ya que, más que actuar, tiene que reaccionar a las imprevisibles iniciativas de su hijo.

No obstante, una vez adquirida la autonomía, transcurrirá algún tiempo hasta que el niño entienda y atienda las prohibiciones gestuales o verbales de la madre, por lo que ésta deberá seguir impidiéndole actos no adecuados por medio de su intervención física inmediata. Y ello no se debe, como hace notar Spitz, a que el niño no esté acostumbrado desde los primeros meses de vida a ver los gestos maternos y escuchar su voz. Los cuidados que la madre dispensa al niño los suele acompañar con un monólogo, al que el hijo responde frecuentemente con un balbuceo y monosílabos. Este intercambio verbal se caracteriza por la carencia de contenido e intención comunicativos, se trata más bien de una declaración afectiva. Poco a poco, el niño asociará la intervención física de la madre, a la que acompañan gestos y palabras, con estos últimos, que, después de algún tiempo, serán suficientes para evitar una acción. Este hecho implica, por una parte, que los gestos y las palabras han adquirido un contenido concreto, que no poseía el diálogo afectivo precedente entre madre e hijo, y, por otra, la aceptación por el niño de la voluntad materna, lo cual estaría condicionado al temor del niño a la pérdida del objeto de amor.

Ahora bien, el que el niño asuma la voluntad materna y renuncie a la propia no significa que lo haga de buen grado. Precisamente, en la fase de su desarrollo en la que empieza a desplegar su actividad, el niño se ve forzado a regresar a una etapa de pasividad. Esta frustración desembocará en una sensación de displacer que provocará, como dice Spitz, la agresión del ello. La huella mnémica de la prohibición queda vinculada en el yo a un contenido agresivo.

Siguiendo el razonamiento de Spitz, el niño se encontraría entonces en una situación conflictiva: entre el deseo de desplegar su actividad y la orden de regresar a la pasividad, entre el displacer y la agresividad. Para salir de este dilema paralizante, el niño hará uso de un mecanismo de defensa acorde con su fase evolutiva: la identificación con el agresor.

El niño imitará el movimiento negativo de cabeza y la palabra “no” con los que la madre impone sus prohibiciones. Este gesto y este vocablo, que el niño usará con frecuencia, al principio también para prohibirse algo a si mismo, serán en realidad una agresión encubierta hacia la madre, pero que en el segundo año de vida se manifestará abiertamente en la tozudez característica de dicha fase de desarrollo.

El movimiento negativo de la cabeza y la palabra “no” a él asociada representan para Spitz una señal evidente de la constitución del tercer “organizador” del desarrollo psíquico. Hasta entonces, el niño expresaba su rechazo a algo con un intento de huida, de separación física de la madre, al principio empujando con los brazos contra el cuerpo de ésta. Ahora puede manifestar su afecto negativo a distancia, esto significaría la sustitución de la acción por el diálogo. Pero, además, el vocablo “no” representa la negación, producto, a su vez, de la capacidad de juicio, ya adquirida a los ocho meses con la aparición del segundo “organizador”, el miedo al extraño al no coincidir su semblante con el esperado de la madre. La relevancia del tercer “organizador” radica en que marca el comienzo de la simbolización. El “no” es el primer concepto abstracto, resultado, según Spitz, de la capacidad de sintetización del yo y del desplazamiento de energía agresiva.

Al ser el movimiento horizontal de la cabeza una manifestación de la negación casi universal (Spitz admite que existen culturas en las que este gesto no tiene este significado), este autor busca sus orígenes en el desarrollo ontogenético y hasta en la evolución filogenética. Al respecto, investiga los comportamientos del niño desde sus primeros días de vida, esperando encontrar un fenómeno análogo al movimiento negativo de la cabeza.

Los mamíferos nacen provistos del denominado reflejo de succión u orientación, que se manifiesta, cuando se toca con el dedo el “morro” de un animal recién nacido, en un giro de la cabeza y en la apertura de la boca buscando introducir en la misma el objeto que lo ha tocado. El lactante humano busca con movimientos oscilantes de la cabeza de un lado a otro y con la boca abierta el pezón que le alimenta. La destreza que adquiere el niño en los primeros meses y la mejora de su capacidad visual hacen que alrededor del tercer mes no necesite realizar estos movimientos de rotación con la cabeza para encontrar el pezón. Sin embargo, la rotación de la cabeza reaparece alrededor del sexto mes cuando el niño, una vez saciado, quiere apartarse del pecho materno. Lo sorprendente de esta reaparición es que este movimiento de la cabeza tenga ahora un significado negativo, el rechazo del pecho, mientras que durante las primeras semanas pretendía un acercamiento, es decir, expresaba algo positivo.

El movimiento rotatorio horizontal de la cabeza pasa, como destaca Spitz, de ser un automatismo innato a constituirse en un elemento de comunicación entre dos sujetos. Nada más nacer y hasta aproximadamente el sexto mes de vida, este movimiento está al servicio de la búsqueda de alimento, es decir, es un comportamiento de acercamiento y, por tanto, positivo y afirmativo. Después del mencionado mes, el niño con dicho movimiento rechaza el pecho cuando está saciado, lo que equivaldría a una negación. Finalmente, alrededor de los quince meses, el mismo movimiento estará al servicio de un concepto abstracto, la negación, y tendrá el carácter de comunicación.

Llegado a este punto, Spitz indaga sobre el prototipo motor arcaico del movimiento de asentimiento asociado al “si”. El mismo no existiría en el momento del nacimiento y se desarrollaría a partir del tercer mes de vida, pero, igual que el movimiento rotatorio de la cabeza correspondiente al “no” estaría estrechamente vinculado a la ingestión del alimento. Experimentalmente se puede comprobar que si a un niño que está siendo amamantado se le retira el pezón moverá la cabeza a lo largo del eje vertical – gesto idéntico al de asentimiento – para intentar recuperarlo. Sin embargo, como se mencionó, este movimiento aparece a partir de los tres meses, una vez que la musculatura de la nuca se ha desarrollado. Al contrario que el movimiento del que se sirve el gesto negativo, que en su origen era de aproximación y afirmación, el movimiento en que se apoya el gesto afirmativo mantiene su significado original en el transcurso del desarrollo.



BIBLIOGRAFIA
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Mahler, Margaret S. Die psychische Geburt des Menschen
Pine, Fred (El nacimiento psíquico del hombre)
Bergmann, Anni Fischer Taschenbuch Verlag,
Frankfurt am Main, 1978

Spitz, René A. Die Entstehung der ersten Objektbeziehungen
(La formación de las primeras relaciones objetales)
Ernst Klett Verlag, Stuttgart, 1973